A esta altura de la historia no sorprende que reine un escepticismo galopante. Cuántos de aquellos valores que fueron “columnas de la sociedad”, que funcionaron como el sustrato de la cultura moderna, que permitían diferenciar al ciudadano honesto del simple ladronzuelo (porque los delincuentes de alto vuelo fueron siempre respetados), sostuvieron y posibilitaron una sociedad de “gente como uno”. Por ello, mi abuela podía decir con todo orgullo “pobre pero honrado” lo cual la colocaba, a ella y a su familia, del lado de los buenos (¡pobre abuela! ¡qué ingenua era!).
Insistiendo con el profeta de los cafetines, nos obliga a tomar conciencia de que “Lo que hace falta es empacar mucha moneda, vender el alma, rifar el corazón”, frente a tanta pavada como “estudiar para mejorar”, lo que se tiene “debe ser fruto del esfuerzo cotidiano”, “una vida honesta permite caminar con la frente en alto”, “es más importante el buen nombre que una fortuna”, “el buen nombre dura toda la vida, la fortuna va y viene”. Mi abuela tuvo la suerte de irse a tiempo, cuando todavía este derrumbe no estaba tan claro como ahora. Cómo no va a llorar la Biblia “herida por un sable sin remaches”, que para empeorarla es probable que estuviera oxidado.
Algún optimista empedernido me dirá que soy un amargado, que veo “la mitad del vaso vacío”, que con gente como yo es imposible salir adelante. Puede ser que tenga razón. Pero le ruego a ese “sermonista” que me comprenda. Yo me fui aferrando a cada rama que me pudiera sostener mientras iba cayendo del árbol, finalmente encontré un tronco fuerte en el que me senté aliviado, para retomar el aliento, para recuperarme, levantar la mirada al azul del cielo buscando una bocanada de esperanza. Y me acomodé tranquilo.
Pero “la suerte que es grela” me jugó una mala pasada, apuntó justo contra una de las pocas columnas sólidas que me permitían hacer pie en medio de este desbarajuste. Sr. “sermonista”, le ruego que me comprenda: cayó a mis pies un baluarte de los valores de esta sociedad. Le cuento: me levanté como todas las mañanas, me preparé el mate, encendí la radio para seguir alarmándome con lo que pasa en este mundo, con la misma actitud de quien tiene paciencia esperando que algo mejore. De pronto, como un rayo que me partió la cabeza, oigo la nefasta noticia “Blumberg no es ingeniero”. Dígame, ¿cómo tomó Ud. semejante sablazo? ¿Puede, comprenderme ahora? Lo mío no es escepticismo, es desmoralización, es desilusión. Me siento estafado en lo más profundo. Yo creí en ese hombre, creí en la verdad que encarnaba. Ahora ¿qué hago? “Levanté un tomate y lo creí una flor”.