23.- América es el continente de la esperanza

Ricardo Vicente López

Si no nos atrevemos a pensar lo imposible
deberemos aceptar lo insoportable

Del Mayo francés – 1968

Parte I

Para no tener que vernos en la situación desesperante de tener que aceptar las peores alternativas le propongo, amigo lector, que me acompañe en este atrevimiento de incursionar en el terreno de lo imposible. Este imposible fue detectado por el papa Pablo VI en 1968, y repetido en diversos encuentros de la Iglesia latinoamericana. Rescatar la existencia de una vida comunitaria esperanzada es lo que él percibía como un aspecto relevante y novedoso. No se le escaba, a su mirada profunda, una experiencia política que contrastaba con la Europa que ya mostraba claros síntomas de decadencia. Este proceso político-cultural no era nuevo, pero se había acentuado después de las dos grandes guerras. El descreimiento, el escepticismo, la pérdida de razones profundas por las cuales vivir, se percibía en una aceptación sumisa de esa  decadencia  cuyas consecuencias son evidentes hoy [[1]]. Pablo VI definió este concepto con estas palabras explicativas: «La original vocación de América Latina de plasmar en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal”, era la novedad que llamaba su atención.

¿Porqué América Latina podía ser definida así dentro del contexto mundial? Es necesario responder a estas preguntas de manera razonable y con argumentos convincentes. Debo agregar, para una mejor comprensión, la exigencia de salir de la inmediatez de ideas en la que estamos sumergidos, por el sometimiento cotidiano de leer en el espacio público lo que los grandes medios concentrados nos proponen: un pensamiento superficial que lleva a publicar fenómenos puntuales, efímeros, sin explicaciones y sin análisis. Por tal razón debemos ampliar nuestra mirada, aguzar nuestro entendimiento, penetrar la superficie de lo que se llama noticia [[2]] para prepararnos a reflexionar sobre períodos más extensos, más abarcadores, más profundos.

El pensamiento humano ha recorrido diversos caminos a lo largo de los siglos. Ha irrumpido en las diversas dimensiones de la realidad y ha diseñado un modo de abordar cada una de ellas mediante el cual se atrevió a las más variadas interpretaciones. Sin embargo, la explosión de los éxitos de las ciencias modernas de la naturaleza opacó otros modos de pensar la realidad, no menos importantes, sobre todo, en el ámbito del quehacer humano. Por ello la crisis actual nos ha dejado perplejos. Y henos aquí, ante un futuro esquivo que oculta y dificulta el vivir esperanzados, modo sin el cual no es pensable una vida integralmente sana y feliz.

Voy a proponer una tesis que debemos recordar para los pasos siguientes: la estructura de pensamiento que nos aferra al inmediatismo no nos permite otear y repensar tiempos futuros posibles. Sólo la superación de ese modelo racional nos posibilitará avanzar hacia modos más profundos y comprometidos con la felicidad humana.

Una enseñanza que nos ha dejado cada pueblo que ha vivido intensamente su presente es su modo de enfrentarlo. Ha sabido que todo presente es el resultado de una larga gestación que ha condensado un cúmulo de experiencias y, aprendiendo de ellas, ha sabido construir presentes fructíferos. Nos toca padecer una especie de tiempo ingrávido que olvida o se desentiende de ese pasado, cargado de sabidurías. Pero el futuro no es otra cosa que el presente prefigurado en contenidos posibles realizables, que la voluntad colectiva puede proponerse realizar: puede ser una utopía (en sentido metafórico:una promesa que ilumina el camino cotidiano hacia un futuro).

El nacimiento de la cultura occidental estuvo preñado de utopías [[3]] y fueron éstas uno de los signos de la modernidad europea. Las promesas, que el espíritu burgués encarnaba, embriagado todavía con la esperanza del Reino que había anunciado el Pastor de Nazaret. Los sueños del pensador humanista y filósofo italiano Tommaso Campanella (1568-1639), prolongaron esa utopía, que reelaboró luego la Ilustración. Fueron anticipadores de una cultura que se presentó como la superación final de una historia de penurias. Pero esas utopías, que todavía hasta principios del siglo XX seguían alimentando la conciencia noratlántica, se torcieron hacia la forma engañosa del crecimiento económico y del desarrollo tecnológico, sostenidos por una fe en la expansión infinita de realizaciones en un tiempo de perpetuo perfeccionamiento.

Hablar hoy, entonces, de la utopía exige ciertas prevenciones, porque la experiencia de las incumplidas promesas nos ha invadido la conciencia con sentimientos cargados de nubarrones de escepticismo. Llegados a aquí, podemos preguntarnos, en camino a despejar ese horizonte: ¿son todavía posibles esas tareas? ¿quién es el sujeto llamado a realizarlas? ¿es el pueblo el destinatario y su realizador? Es cierto que hoy, después de décadas esperanzadoras, lo que podríamos denominar el espíritu emancipador,  parece ausentarse de nuestro horizontes, tal vez resguardándose de las inclemencias presentes. Entonces, para pensar este presente es imperioso que nuevos vientos ideológicos lo despejen.

Se nos presenta la necesidad de repensar las experiencias pasadas y de ellas recuperar el concepto pueblo, como actor fundamental, (categoría política no excluyente, que da cabida a todas las clases y sectores sociales populares, incluidos los más desprotegidos por la globalización de la especulación financiera y delincuencial). Para ello debemos aferrarnos a una utopía, reconstruirla con todo su valor y su fuerza liberadora. Este proyecto debe ser capaz de convocar a todos los sectores que se definan por su vocación de servicio y que se propongan encontrar caminos alternativos, Estos deben apuntar a la construcción de un mundo más abarcador y equitativo, más justo y solidario. Desde este modo de pensar adquiere realidad política, sentido y vigencia, el pensamiento utópico y las luchas utópicas.

Se impone, entonces, la necesidad de construir nuevas formas de pensamiento, porque la reflexión de la utopía exige la ruptura con las ideas que funcionaron como justificación del orden imperial existente. Todo ello supone un debate profundo del que nadie debiera quedar excluido. En esa línea se torna un paso ineludible incorporar a nuestra reflexión el pensamiento utópico, desde éste, es posible la ruptura señalada. Lo que debemos dejar en el camino, puesto que nos ata al pasado de injusticias, es el saber que ha colonizado la educación institucional convirtiendo la neutralidad y la objetividad en estilos asépticos que se alejan y rechazan el enraizamiento ético. Todo ello es lo que ha estado dominando los sectores intelectuales, tan alejados de los compromisos políticos. Entendiendo la política en su sentido originario: la vocación por el bien común y, en su origen cristiano-occidental, en el compromiso primero con los más necesitados.

Debo señalar que el ámbito universitario, a partir del dominio cientificista, se ha ido convirtiendo cada vez más en un desierto político en el sentido señalado. La ausencia de la problemática social, y el compromiso con los más necesitados, se verifica en la mayoría de las cátedras. Esta carencia se hace más evidente ante el reclamo de un pueblo que exige resolver esas demandas. El funcionamiento de los claustros (palabra que habla del encerramiento y desentendimiento respecto de la realidad que nos circunda) se ensimisma en el desarrollo de las carreras profesionales como un fin en sí mismo. Esto representa un serio obstáculo para la prestación de un servicio imprescindible hacia un futuro diferente para nuestra comunidad nacional.

El saber utópico no puede ignorar a la sabiduría popular, por el contenido de sus verdades, herencia de las tradiciones de los pueblos, producto de una larga praxis histórica. Aquí se impone superar la muy vieja distinción entre las verdades de la episteme y las verdades de la doxa [[4]]. Recuperando los mitos, en que esa sabiduría abreva, pero enraizándolos en tierra americana, adquieren una mayor profundidad sobre la que se asienta la Filosofía de la Liberación. Partiendo de este nuevo fundamento la conciencia indoamericana incorpora una nueva mandato: la realización de una humanidad de hermanos plurales, iguales y solidarios. El conocimiento de la antropología cultural nos informa que esas formas comunitarias fueron los modos sociales de las comunidades originarias del homo sapiens. Todo ello se opone a los mitos fundantes de la modernidad que han colocado como punto de partida político, justificador de una sociedad de dominantes y dominados, a un hombre lobo para el hombre.


[1] Se puede consultar en esta página, para mayor detalle, mi nota Democracia y la decadencia de la cultura occidental publicada el 2-12-18

[2] Entendido esta palabra como una comunicación acerca de hechos puntuales, cuya vigencia es reemplazada por otro en una sucesión vertiginosa.

[3]  La palabra fue creada por el inglés Tomás Moro (1478-1535): del griego “ou” = no y “topos” = lugar, es decir: un lugar que no existe en el presente.

[4] En la terminología de Platón, “episteme” significa «conocimiento justificado como verdad», a diferencia del término «doxa» que se refiere a la creencia común o mera opinión. La palabra epistemología significa el estudio de la teoría del conocimiento que es obtenido por la episteme.