Ricardo Vicente López
La ciudadanía argentina, como parte marginal del proceso de decadencia del mundo occidental, está cayendo en un estado de apatía, indiferencia, indolencia, desidia, etc. Como consecuencia de batallas culturales que han perdido su sentido primigenio liberador. Definamos qué significa esto:
«Batalla cultural es el conflicto ideológico entre grupos sociales y la lucha por el dominio de sus valores, creencias y prácticas. Por regla general, en los países de la periferia del mundo capitalista, se circunscribe a los temas fundamentales para la construcción de una nación; justa, libre y soberana. Son aquellos en los que se introduce un amplio desacuerdo social, que polarizan los valores sociales, constitutivos para el buen funcionamiento de democracias sólidas. El término es, generalmente, utilizado para describir políticas contemporáneas: temas como el multiculturalismo, la distribución injusta de la riqueza, el funcionamiento correcto de las instituciones, y otros conflictos, originados en la penetración de valores de culturas ajenas, fundadas en un materialismo rampante y depredador».
Según el historiador italiano Steven Forti (1981) [[1]], las guerras culturales son una de las estrategias principales utilizadas para polarizar a la sociedad e ir ganando influencia social y/o electoral. Agrega James Davison Hunter (1955) [[2]], un número creciente de “temas candentes» como tenencia de armas, separación iglesia-estado, privacidad, uso recreativo de drogas, homosexualidad, censura, existen dos polaridades definibles. Aún más, no sólo existe un número de asuntos divisivos, sino que la sociedad se ha dividido a lo largo de esencialmente las mismas líneas en estos asuntos, hasta constituir dos grupos contendientes, definidos principalmente no por religión nominal, etnicidad, clase social, o incluso afiliación política, sino por cosmovisiones ideológicas. Creo necesario señalar que estas definiciones están pensadas desde las culturas dominantes, desde la periferia debemos agregar a esas definiciones su posibilidad de ser batallas culturales liberadoras.
En los últimos años, el término se impuso. Múltiples autores, que se definen de derecha, lo definen como: estar dando una batalla cultural contra la izquierda, la que habría instalado un dominio total sobre la cultura, o para usar los términos precisos que utilizan, lo impuesto consistiría en una verdadera hegemonía cultural total, concepto tomado de la obra del filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937), a quien la derecha culpabiliza de esa toma del poder cultural, y a quien pretenden emular en un supuesto operativo de restitución, en lo que entienden que debe ser: un retorno a una hegemonía cultural neoliberal, usando las mismas armas del filósofo italiano.
Como una respuesta posible para comprender las razones referidas anteriormente, un estudioso serio de los temas de la comunicación periodística, Washington Uranga – periodista, docente e investigador de la comunicación; dicta cursos en grado y posgrado, fue director de la Maestría en Planificación de Procesos Comunicacionales (UNLP) y de la Maestría en Periodismo (UBA); actualmente dirige la Maestría en Comunicación Institucional de la Universidad Nacional de San Luis. En la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC) coordina el grupo de trabajo sobre «Comunicación popular, comunitaria y ciudadanía«.
Este investigador publicó en el diario página 12, – 26-7-2024- una nota con un título provocador «¿A quién le importa?» Que comienza con estas reflexiones:
«Es difícil encontrar las palabras atinadas para describir la distópica situación política que vivimos en este país cuando el gobierno democráticamente elegido se comporta de manera claramente autoritaria, imponiendo arbitrariamente su punto de vista, arrasando instituciones y, como lógica consecuencia de ello, violando los derechos de la ciudadanía. Todo ello resulta una gravísima distorsión respecto de la democracia misma: un sistema político basado en la aceptación de la diferencia como punto de partida y en la permanente búsqueda del consenso como uno de sus propósitos centrales».
Lo que describe el autor no es más que una destreza instalada por el presidente Javier Milei. Esta conducta, establecida como regla, es, en la práctica, aceptada por una parte importantísima de los medios públicos, por dirigentes políticos, miembros del Poder Judicial, y acompañado por incondicionales (los únicos que él considera como interlocutores de dentro y fuera del gobierno). Esto da como resultado que cualquier diferencia es entendida por él como una agresión o como un conflicto. Esta descripción de un cuadro social y político no es más que una pálida descripción del estado de la ciudadanía de nuestro país. «Todo ello convierte el escenario político en un territorio de guerra en el que no caben posiciones intermedias. Se confunde consenso con imposición y se bautiza como “pacto” a lo que, en verdad, no puede sino calificarse de rendición frente a la extorsión».
El autor describe el escenario político con estas palabras:
«Sin ningún tipo de atenuantes y ante cualquier diferencia pasan a ser señalados como “traidores” quienes poco antes fueron reclutados como asesores o consejeros. Solo se admite la obsecuencia. Todo lo anterior –y otras cuestiones que por conocidas no vale la pena enumerar– se montan en una metodología que puede calificarse de “autoritarismo tuitero”. Los trolls marcan, descalifican, y el Presidente refuerza con “me gusta”. Luego llegan las destituciones y las sanciones. Tampoco se repara en las formas. El estilo abunda en falta de respeto e incluye obscenidades de pésimo gusto».
Voy a utilizar una frase común en la información periodística: “y como si esto fuera poco…el autor”:
«Suma a lo anterior declaraciones que agreden directamente a países y dignatarios de naciones con los que Argentina tiene lazos históricos y culturales, pero también relaciones comerciales de enorme importancia. Tampoco hay límite para eso, porque lo único que interesa es el objetivo de Javier Milei: transformarse en una figura internacional de la ultraderecha y recibir aplausos a partir de pronunciar una serie de excentricidades tan incomprensibles como insostenibles desde el mínimo lugar de la sensatez. Todo ello exhibiendo, oficial y extraoficialmente, un título de “doctor” que nunca obtuvo por mérito académico».
Maneja las arcas del Estado como si fuera su cuenta personal, para pagar los viajes privados varios. En los cuales el Presidente no escatima dinero para pagar suntuosos hoteles… (ese mismo que no hay para lo más importante) todo ello con la nuestra en los cuales recibe reconocimientos vergonzosos como el que le otorgó su amigo Jair Bolsonaro (el dictador que tiene causas graves pendiente en la justicia brasileña).
«No hay espacio para cuestionar la mentira recurrente o el uso engañoso de los datos en la información oficial. Tampoco la que sale a diario de la boca del vocero oficial. Todo esto (y más) tendría importancia si los señalamientos pudieran traducirse en acciones políticas para torcer el desastroso rumbo de su gobierno. Nada de eso ocurre… También puede ser visto de otra manera. Existe tal naturalización de todo lo descripto que a nadie sorprende o, peor, a casi nadie molesta, y todo ha sido incorporado sin incomodar a buena parte de los argentinos. Se habla de una “batalla cultural” para imponer una nueva forma de ser y de vivir en la Argentina. Hay que aceptar que, en parte, se trata de una batalla ganada por el oficialismo que avanza sin mayor resistencia en la destrucción, con dudosa legalidad pero sin que se cuestione su legitimidad».
Para describir las graves consecuencias que contiene este corto relato, porque deja afuera muchas de las barbaridades que cotidianamente suceden, el autor propone una desgarrada descripción del “estado de la Nación”, como se dice allá en el norte:
«Es fácil constatar que la sociedad “está rota”, fragmentada, sin criterios ni valores que aglutinen, que conciten a los sentidos colectivos. Con motivo o como consecuencia de ello las instituciones están quebradas (la justicia, la política…) y quienes las representaron carecen de credibilidad. La verdadera victoria del mileismo no está en sus planes económicos o en su presunta “ideología libertaria”. Siguen avanzando porque gran parte la ciudadanía (de nosotras y nosotros) estamos aceptando como máxima para nuestras vidas el “sálvese quien pueda” que, en la otra cara de la misma moneda, contiene el “todos contra todos”. Es un virus que afecta a la dirigencia en casi todos los niveles, pero también a los individuos y hasta las familias».
Agrega una frase, escrita con el dolor que deberíamos tener la mayor parte de los ciudadanos, pero que no lo tenemos o no lo demostramos:
«¿A quién le importa lo descripto líneas antes? A nadie… o casi nadie. Agregando, como consuelo, lo que se puede considerar como una reserva estratégica: sólo entre los más pobres hay residuos de solidaridad y resquicios de fraternidad. Por memoria o por imperio de la necesidad e impulsados por reflejos de sobrevivencia... En el resto ¿a quién le importa salvo lo que me ocurre a mí mismo? En eso radica la verdadera derrota de la batalla cultural, de la cual se sale únicamente asumiendo que “nadie se salva solo” y que, en todo caso, la salida es siempre colectiva. Al menos por el momento, no aparecen indicios de que ello esté ocurriendo. Lo menos grave, quizás, es que en política… nada es para siempre».
[1] Profesor asociado en la Universidad Autónoma de Barcelona; se especializa en el estudio de los fascismos, los nacionalismos y las extremas derechas en la época contemporánea.
[2] Sociólogo estadounidense, creador del término «guerra cultural» en su libro Guerras culturales: la lucha por definir a Estados Unidos (1991)