Ricardo Vicente López
Después de las dos grandes guerras del siglo XX, todo comenzó a desestructurarse. Los valores que parecían inalterables, que el liberalismo de los siglos XVII y XVIII había acuñado trabajosamente, dejaban el paso a una arrolladora corriente de un individualismo, con ciertos rasgos salvajes, que proclamaba la victoria del más fuerte. El modelo humano del self-made man (el hombre hecho a sí mismo), anunciado por el estadounidense Benjamín Franklin (1706-1790) publicado en diversos escritos. Tal vez, el más famoso sea el titulado Disertación sobre la libertad y la necesidad, sobre el placer y el dolor. El valor del individuo, por sobre la comunidad, se fue imponiendo al compás de la penetración de la cultura estadounidense en el resto de Occidente.
La confrontación de esta cultura belicosa, que proclamó el éxito individual por sobre las relaciones comunitarias, desplazó los valores del liberalismo francés. Uno de sus mejores exponente puede estar representado por el escritor, pedagogo y filósofo suizo francófono, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Autor de textos como El contrato social y el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, entre otros.
Aproximarnos a una comprensión respecto de cómo se integra, se constituye, se comporta la conciencia colectiva, la cultura, la mentalidad social, que también podemos denominar, en línea con nuestra investigación, la espiritualidad de cada tiempo, nos permitirá separarnos de las impresiones inmediatas, cotidianas, casi siempre superficiales. Podremos así aventurar una mirada totalizadora, abarcadora, que intente desentrañar el mecanismo del conjunto. Es decir, el entramado de los funcionamientos en la profundidad del colectivo social, de la comunidad, del pueblo, de la sociedad. Es allí donde se ordenan los procesos, de los cuales sólo suponemos, percibimos, consideramos, padecemos, sus efectos y, con una percepción más fina, sus consecuencias.
Esos dispositivos de la mente, que escapan a nuestro vivir cotidiano, son la fuente en donde se elaboran las ideas que configuran nuestra mentalidad Al remitirnos a una instancia anterior al proceso del discurso lógico, la de la formación de esas ideas maestras, nos pone ante la posibilidad de que podamos ir descubriendo, poco a poco, ese manantial. Y digo descubrir y no explicar su existencia ni su funcionamiento. Digo aceptar su existencia como un hecho que está allí, como están allí los mitos y el misterio. Un notable texto del Doctor José Luis Romero (1909-1977), historiador e intelectual argentino que introdujo el concepto de Historia social en la Argentina, nos pone de frente con el tema que estamos indagando. Dice así:
Bajo la angustia que produjo en su ánimo la situación que siguió a la Primera Guerra Mundial, ensayista y filósofo francés Paul Valéry (1871-1945) escribió el ensayo que tituló La crisis del espíritu. Todavía su lectura nos remite a reflexionar. Advirtió un extraño fenómeno que él llamó la crisis intelectual de Europa, y preanunció el inevitable derrumbe de todo el mundo de ideas y valores que había predominado durante siglos.
Estas palabras, escritas sobre el final de la Primera Guerra Mundial, adquieren hoy un carácter de profecía, un anuncio que advertía el comienzo de una etapa muy triste historia de la cultura occidental. Por ello el Doctor Romero comenta:
Lo que atrajo su atención [la de Valéry] y que él llamó la crisis intelectual, es sin duda lo más difícil de descubrir y sopesar, sin embargo, entreveía los más decisivos presagios. Él vio allí los comienzos de un cambio profundo y decisivo que, a la larga, trastornaría los fundamentos del orden tradicional de Occidente. Europa, como historia excepcional, como idealización de un modo de ser, de pensar y sentir, era, en rigor, lo que preocupaba a Valéry, porque sospechó que había llegado la hora de su ocaso como foco de un mundo que ella había creado a su imagen y semejanza. Y, ciertamente, Europa era el hogar de ese mundo de ideas y valores que Valéry veía entrar en crisis. No se equivocaba. Los tiempos que siguieron profundizarían y acelerarían la disolución de ese mundo de ideas.
Europa, en sus palabras, es la representación de una espiritualidad que corresponde a un período de su historia. Comprender esto nos ayuda a seguir por los caminos que nos pueden llevar a una comprensión más profunda del mundo actual. Sigue Romero:
Pero es además el conjunto de ideas primarias y radicales que constituyen el patrimonio básico y la forma mentis (una forma de la mente, entendida como conciencia colectiva) de nuestra sociedad. Porque, ya hoy, para el historiador es evidente que lo que ha entrado irremediablemente en crisis es el sistema mismo de la mentalidad burguesa.
Romero cree necesario definir con mayor precisión el concepto de lo que denomina una forma de la mente colectiva que, según él, no corresponde con precisión a ciertas periodizaciones de la historia. Delinear con toda claridad este tema lo lleva a afirmar:
En verdad, la mentalidad burguesa tiene un proceso de desarrollo más largo y complejo. Se constituyó al calor de los cambios socioeconómicos que operaron las nacientes burguesías europeas desde el siglo XI. Fue desde entonces patrimonio de los grupos sociales que habían manejado la revolución burguesa en el mundo feudal. Esos mismos que crearon el mundo mercantil y urbano que fue el marco de la vida europea. Pero como era la mentalidad adecuada a una nueva situación real, dejó de ser exclusiva de los burgueses y captó a otros de raíz señorial.
Más allá de las precisiones, que su fina capacidad de análisis le permite detectar, lo importante para nuestra investigación es, amigo lector, incorporar a nuestros análisis los conceptos que van apareciendo. Estos son los instrumentos que en el quirófano del historiador le permiten abrir los procesos y poner al descubierto el entramado interno. Esta tarea, que adquiere refinamientos, sutilezas, perspicacias, clarividencias, que lamentablemente no abundan. De allí la necesidad de prestar especial atención a esos pocos que tienen la capacidad de iluminar los problemas.
Otra de esas mentes penetrantes que, como dice el viejo dicho: “ven debajo del agua”, es el filósofo e historiador alemán Oswald Spengler (1880-1936) que publicó un extenso estudio bajo el título de La decadencia de Occidente (1918). Se remonta al inicio de la Modernidad para rastrear los elementos que operaron su crisis después de una historia de más de cinco siglos:
Al llegar a la modernidad la conciencia de Europa presintió que se estaba cumpliendo un acabamiento de la historia, cierre del proceso, que se fue postergando en su ejecución pero que siguieron presintiendo cabezas notables, como Jorge G. F. Hegel (1770-1831) que el denominó el fin de la historia. Ese fin que Hegel detectó no lo pensó como un ocaso, sino como la coronación del proceso humano (…) Sin declararlo, se pensaba que, pasadas la Edad Antigua y la Edad Media, empezaba algo definitivo, un tercer reino, en que algo había de cumplirse, un punto supremo, un final. Sencillamente consistía en identificar el espíritu de Occidente con el sentido del universo. Por lo visto, la soberbia de los europeos occidentales exige que se considere su propia aparición como una especie de final.
Con un juicio muy certero y riguroso, Spengler critica a quienes deberían tener la claridad de conciencia necesaria para comprender el proceso histórico y sus vicisitudes. Por tal razón escribió estas palabras:
He aquí lo que le falta al pensador occidental y lo que no debiera faltarle precisamente a él: la comprensión de que sus conclusiones tienen un carácter histórico-relativo, de que no son sino la expresión de un modo de ser singular y sólo de él. El pensador occidental ignora los necesarios límites en que se encierra la validez de sus asertos; no sabe que sus “verdades inconmovibles”, sus “verdades eternas”, son verdaderas sólo para él y son eternas sólo para su propia visión del mundo. Es lo que significa comprender el lenguaje de las formas históricas, del mundo viviente… La validez universal es siempre una conclusión falsa que verificamos extendiendo a los demás lo que sólo para nosotros vale.
Aquí podemos ver cómo la inteligencia histórica, la forma mentis, la conciencia colectiva, la espiritualidad, muchas veces paga el gigantesco precio del juicio histórico. Éste, cuando es el fruto de una mirada más amplia, que tienda a una comprensión más profunda, sin soberbias académicas, aporta otra inteligencia al estudio de los procesos de la conciencia histórica. Una delicada y profunda enseñanza nos muestra que los estados de crisis desnudan lo que hasta poco antes quedaba oculto. La crisis abre el interior del sistema y, en su descomposición, quedan al descubierto las partes obsoletas. Por tal razón, se deben desdramatizar las crisis dado que ellas abren, también y al mismo tiempo, nuevas posibilidades de reordenamientos, de reconstrucciones, de renacimientos, recuperando lo mejor de lo que había y agregando lo nuevo que revitaliza.
La sabiduría china, por su extraña característica (sobre todo para nosotros los occidentales) de no contar con un alfabeto para formar palabras, se vale de figuras que dicen y ocultan sus significados. Un ejemplo de esto es el ideograma de crisis: encierra un doble significado contradictorio: amenaza y oportunidad. Expresa estas dos ideas, pero no como dos conceptos, sino como sólo uno, cargado de significaciones. Es otro modo de pensar, una nueva mentalidad, una nueva espiritualidad.