Por Ricardo Vicente López
El concepto democracia ha adquirido, y esto no ha sido inocente, una maleabilidad excesiva. Se puede decir que está muy cerca de serlo todo, lo cual equivale a no ser nada. Se verifica esto al ver como se juzga con este vocablo a cualquier tipo de sociedad. Un viejo refrán español expresaba esto diciendo: “sirve lo mismo para un barrido que para un fregado”. Veamos su origen etimológico, el uso de la palabra política se le atribuye a Aristóteles (Macedonia – 384-322 a. C.). Una de las grandes cabezas del pensamiento, que ha ejercido una enorme influencia sobre la historia intelectual de Occidente por más de dos milenios. En su tratado sobre La Política dice:
«De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que vela por el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno, aristocracia, porque gobiernan los mejores (áristoi) o porque lo hacen atendiendo a lo mejor para la ciudad y para los que forman su comunidad; y cuando la mayoría gobierna mirando por el bien común, recibe el nombre habitual a todos los regímenes políticos: República […]. Las desviaciones de los citados son: la monarquía que se degrada en tiranía; la aristocracia en oligarquía; y la democracia interés de sólo los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que le conviene a la comunidad toda».
El gran filósofo no tenía muy buena opinión de un gobierno para los pobres. Su predilección se inclinaba por la aristocracia, debiéndose entender por tal un gobierno en el que están “los mejores”, aquellos que, por su formación, estaban en mejores condiciones de debatir en la asamblea de la Polis. Estaba muy lejos el macedonio de entender que el dinero hacía mejor a una persona.
Platón (Atenas – 427-347 a. C), maestro de Aristóteles, en su libro Las Leyes sostiene que los regímenes políticos surgen de la mezcla de monarquía, democracia e incluso en ocasiones aristocracia:
«Hay como dos madres de los sistemas políticos, de cuyo entrelazamiento con razón podría decirse que surge el resto. Es correcto llamar a la una monarquía y a la otra democracia. De la primera la raza de los persas es la expresión más alta, de la otra, nosotros [los griegos]. Casi todas las formas restantes, como dije, son variaciones de éstas».
Tiempo antes, Pericles (Atenas 495-429 a. C.), de tanta influencia en la sociedad ateniense, en su famoso discurso fúnebre, en homenaje a los caídos en la Guerra del Peloponeso, definió la democracia con estas palabras:
«Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad».
Estoy citando a pensadores que se tomaban muy en serio el problema político, con mucho respeto por sus conciudadanos. Debo decir, además, que no debemos incurrir en el error de juzgarlos con criterios liberales, producto de pensadores que escribieron casi veinticinco siglos después. Sin embargo, todavía hoy, a más de dos mil quinientos años, debemos detenernos en su lectura porque es mucho lo que nos dan para pensar
Dice el filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016), sobre el tema de la democracia:
«Desde el punto de vista fundamentalista, la democracia es considerada hoy en día como la forma más perfecta de gobierno, aquella que habría alcanzado la humanidad como una suerte de “destino manifiesto” en su camino hacia el “Fin de la Historia”. De tal suerte que no ser considerado demócrata o pertenecer a una sociedad no democrática es tanto como haber perdido la condición de hombre por vivir en una sociedad “degenerada”, que sólo adoptando la forma democrática podría regenerarse. Sin embargo, la problemática de la democracia dista mucho de resolverse con una concepción tan simple, es necesario plantear a fondo el origen y desarrollo del término democracia, así como su lugar respecto a otras formas de gobierno históricamente dadas».
Una especie de capricho de la historia podemos encontrar en el paralelo que se puede trazar entre Pericles y el Presidente Abraham Lincoln (1809-1865). Definió su concepto de democracia como: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, palabras pronunciadas en 1863 en el campo de la batalla de Gettysburg, también en homenaje a los caídos en la Guerra Civil.
Ha corrido mucha agua bajo el puente y hoy nos encontramos inmersos en la “La sociedad del espectáculo” (1967), título del libro del filósofo y teórico político francés Guy Debord (1931-1994). En ella es posible encontrarse con un simple amanuense, con pretensiones de intelectual. Este funcionario de la Central de Inteligencia de América (CIA), publicó un artículo, convertido después en un libro, editado y lanzado con bombos y platillos, en una muy clara operación de marketing.
Me refiero al Dr. Francis Fukuyama (1952), formado en las Universidades de Harvard y Yale, de donde egresó como Doctor en Filosofía y Letras. Su salto a la consideración internacional se lo debió al artículo que publicó en 1989 en la revista The National Interest, órgano de la derecha republicana. Su título preguntaba retóricamente: ¿El fin de la historia? El artículo analizaba un tema convocante para el establishment: “El mundo sin la Unión soviética”, que había implosionado en ese año.
El libro, ampliación del artículo mencionado, salió con el título El fin de la historia y el último hombre (1992). La tesis que enuncia Fukuyama sostiene la importancia fundamental de los principios del liberalismo, tanto político como económico, para la consolidación de la “democracia moderna”. En él afirma:
«No es posible mejorar el ideal de la democracia liberal puesto que ésta es la única aspiración política coherente que abarca las diferentes culturas y regiones del planeta. Además, los principios liberales en economía — el “mercado libre”— se han extendido y han conseguido niveles sin precedentes de prosperidad material… Una revolución liberal en economía ha precedido a veces y a veces ha seguido la marcha hacia la libertad política en todo el mundo. Este proceso garantiza una creciente homogeneización de todas las sociedades humanas, independientemente de sus orígenes históricos o de su herencia cultural. Todos los países que se modernizan económicamente han de parecerse cada vez más unos a otros: han de unificarse nacionalmente en un Estado centralizado, han de urbanizarse… adoptando formas económicas racionales, basadas en la función y la eficiencia, y han de proporcionar educación universal a sus ciudadanos. Estas sociedades se verán ligadas cada vez más unas con otras, a través de los mercados globales y por la extensión de una cultura universal de consumidores. Además, la lógica de la ciencia natural parece dictar una evolución universal en dirección al capitalismo».
Esta descripción bastante optimista, mirada con ojos complacientes, y ciega e ignorante de la realidad mundial de los años noventa, le permitía asegurar que se había arribado a un “fin de la Historia” que le definía de este modo:
«El fin de la historia significa el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas. Todo funciona mejor si puede dar por sentado un marco jurídico estable y efectivo, que permita la seguridad de los derechos de propiedad y de las personas, y un sistema de asociación privada relativamente transparente».
Pero estas características no han prevalecido en los países latinoamericanos. En muchos casos, el Estado ha sido arbitrario y rapaz. El avance de ese liberalismo que proclamó, exultante ante la implosión de la Unión soviética, se convirtió en el neoliberalismo que ha arrojado a más de un tercio de la población mundial a la miseria. Mientras, tras del decorado de una democracia formal, unos pocos ricos, cada vez más ricos, se quedan con más del 80% de la riqueza que se produce.