Por Ricardo Vicente López
La mayor victoria del imperialismo no es sólo la obtención de beneficios materiales,
sino la conquista del espacio interior de la conciencia a través de los medios
de comunicación de masas, primero, y de las llamadas redes digitales.
Aram Aharonian – Periodista y comunicólogo uruguayo
En los debates actuales, desde la posguerra y, tal vez con mayor frecuencia, a partir de la Caída del Muro de Berlín, con toda la simbología que ese acontecimiento tuvo para el mundo occidental, la desaparición de los “chicos malos” del escenario de la política global, el debate político se fue empobreciendo. Los conceptos fundamentales para pensar una reestructuración de la sociedad moderna perdieron la “virulencia” anterior. Las palabras se fueron aguachentando, fueron diluyéndose sus contenidos, siempre en revisión en las décadas anteriores. Es decir: desapareció una cierta precisión y pulcritud que exigía una precisión terminológica.
De este modo conceptos básicos como capitalismo, democracia, libertad, igualdad, y otros tantos, heredados de la vieja tradición liberal, fueron siendo utilizados con una extrema liviandad. Se fue perdiendo el gusto por la claridad conceptual, el debate se fue empantanando en trivialidades que, con conciencia de ello o sin ella, se iban deslizando hacia las banquinas del pensamiento. Tal vez pueda sonar demasiado duro, pero me parece que se puede entender lo que estoy tratando de decir: la política se farandulizó en los escenarios armados por el complejo espacio del escenario público (prensa escrita, radial y televisiva).
Digo todo esto motivado por una nota publicada por una autoridad académica que tiene la virtud de entrar al ruedo de debates pobres y levantar la mira para colocarlos en el nivel que merece y que las víctimas de este sistema están mereciendo. Me refiero a Alejandro Nadal Egea, economista mexicano, Doctor en Economía por la Universidad de París X, Profesor e Investigador de Economía en el Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México (Instituto de Educación Superior e Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades). Traslada el debate académico a la arena pública, con sus notas semanales en La Jornada de México, notas que son reproducidas por varios medios internacionales.
Traigo, amigo lector, una de sus notas publicada en ese diario, perteneciente a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), para comentarla. Creo que es un buen ejemplo de alguien, de sobrados pergaminos académicos, que se siente obligado a convertir al lenguaje del ciudadano de a pie temas que habitualmente no aparecen así. Quiero decir, en el terreno de la ciencia económica pululan los que se expresan en los medios públicos, y lo hacen, por regla general, en un lenguaje que oculta más de lo que muestra. Me parece, entonces, un muy buen ejemplo de una excepción a los que intentaba denunciar al principio.
El título de la nota pone de manifiesto el modo en cómo aborda los problemas con una clara actitud crítica: Capitalismo y globalización contra la democracia. Coincidirá conmigo que ya está dicho con claridad lo que va a analizar. Me atrevo a decir que lo más significativo está en la palabra “contra”. Otra de sus virtudes es la capacidad pedagógica, prueba de un muy buen Maestro. Es también habitual en él recurrir a la historia par aponer de manifiesto donde se originan los procesos. Esquiva ese presentismo perpetuo que se ocupa de cómo están las cosas ese día y espera al siguiente para continuar con los análisis. De este modo quedan ocultas las raíces de los males actuales. Comencemos a leerlo:
En 1929 el consejo que le dio el secretario del Tesoro Andrew Mellon al entonces presidente Herbert Hoover fue drástico: “Hay que liquidar el trabajo, las acciones, los agricultores, los bienes raíces, y sólo así podremos purgar la podredumbre del sistema. La gente emprendedora podrá recoger los escombros y remplazar a los menos competentes”. La Gran Depresión estaba comenzando y la recomendación de Mellon sintetizó de manera brutal la contradicción entre capitalismo y democracia. Algunos poderosos agentes económicos pueden invocar las fuerzas del mercado capitalista para destruir la forma de vida de millones de personas, sin importar sus opiniones políticas, con tal de purgar al sistema de toda la podredumbre.
Lo que se piensa hoy en los círculos cerrados del mundo de los inversores, antes se decía de los capitalistas pero hoy se utiliza un lenguaje más ocultador, no ha cambiado ni un ápice, pero no se dice en voz alta o en los medios públicos. Por el contrario se sigue repitiendo las bondades del “mercado como el mejor asignador de recursos”, que posibilita a través de “la libre competencia entre oferentes y demandantes” la solución “más equitativas para todos”. El consejo que recibió el presidente Hoover es “no se preocupe el mercado nos sacará de encima lo que no sirva”. ¿Quién se atrevería a decir esto hoy? Sin embargo, la información pública cotidiana nos cuenta que han cerrado empresas, que miles de personas han perdido sus empleos, que hay gente que come salteado o no come, es decir que “toda esa podredumbre” se va limpiando sin tener que ocuparse de ella. Sigamos leyendo:
Hace ya casi 30 años, con el colapso de la Unión Soviética, se reavivó la creencia de que democracia y capitalismo formaban un binomio indestructible. La globalización era la prueba de que el capitalismo desbocado era la mejor forma de organizar la vida económica y política en el mundo. El neoliberalismo se presentó como la vía para una nueva era de riqueza, bienestar y, desde luego, democracia. Se decía que la única sombra que amenazaba este panorama se situaba afuera de las economías capitalistas y se ubicaba en el extremismo que albergaba el terrorismo islámico.
La presencia de una experiencia política que funcionaba como una crítica al capitalismo concentrador y depredador, era lo que se había denominado, “el socialismo real”. Si bien no fue un modelo muy exitoso, su prédica igualitaria y la eliminación de los grandes poseedores del capital era un “tábano que aguijoneaba” y que no podía ignorarse. La desaparición de esa experiencia, la URSS, dio riendas sueltas a los empresarios para ir reduciendo los porcentajes de bienes que le correspondían a los trabajadores. Sin embrago, los años que sucedieron al fin de la guerra (1945) con la presencia de un Estado de Bienestar que redistribuía los bienes habían acostumbrado a que su presencia morigeraba las diferencias sociales al hacerse cargo de garantizar la salud, la educación, los derechos de los trabajadores, etc. A esta etapa los franceses la calificaron como “los treinta años gloriosos” (hasta 1975). El Doctor Nadal continúa así:
En el frente económico, el fantasma de una crisis económica parecía desvanecerse y en su lugar reinaba el optimismo. Los acuerdos comerciales que cristalizaban el ideal de la globalización se multiplicaban y la Organización Mundial de Comercio era presentada como guardián de unas reglas que supuestamente habrían de regir en la naciente economía globalizada.
El comienzo del final de tanta “felicidad” lo anunció la Crisis del Petróleo en 1973. Después de padecer tanta pérdida de ganancias, por la presencia de un Estado intervencionista, el reclamo de libertad para los mercados y menor participación del Estado fue ganando consensos. Comienza a funcionar el Consenso de Washington (1989) y la distribución de bienes producidos volvió a sus viejos carriles. Sigamos leyendo:
Hoy las cosas han cambiado. La desigualdad se intensificó en todo el mundo. El pacto social que existió en los años dorados del capitalismo se fue rompiendo a golpes a partir de 1982, un poco a la manera que recomendaba Mellon, para purgar el sistema. En su lugar se fue imponiendo el régimen férreo del capitalismo desenfrenado. Y los resultados no tardaron en mostrar su verdadera cara. El crecimiento se hizo cada vez más lento. Los salarios se estancaron desde hace más de cuatro décadas y para la mayoría de la población, de las economías capitalistas, la única forma de mantener el nivel de vida tuvo que hacerse mediante el endeudamiento personal creciente. La especulación se adueñó del espacio económico y los gobiernos se convirtieron en amanuenses del capital financiero.
La ilusión, debidamente publicitada por los grandes medios, de que la globalización superaría las barreras sociales, porque las redes nos igualaban, la información en vivo y en directo nos conectaba con el resto del mundo: comenzaba el camino hacia la igualación social, a la libertad para todos para acceder a la oferta consumista que nos igualaría con los habitantes del primer mundo. Nada de eso sucedió, por el contrario muchas cosas empeoraron. No escapa a nadie, medianamente comprometido con el bien, tomar debida notas de que las mayorías, en las sociedades capitalistas, se sienten decepcionadas. Resultado de ello aparece un rencor que crece en la confusión política. El mensaje empieza a ser claro: la principal amenaza a la democracia es interna y se encuentra anidada en la desigualdad intrínseca que es la piedra angular del capitalismo. Avanza el Profesor:
El auge de la globalización neoliberal terminó por minar las frágiles bases de la democracia en las economías occidentales. Si el capitalismo está cimentado en la desigualdad, la única manera de preservar algo que se parezca a la democracia es mediante una regulación capaz de frenar los abusos de las fuerzas económicas en una sociedad mercantilizada. El neoliberalismo es la reacción del capital en contra de esa regulación y la globalización es la culminación de un peligroso proceso histórico en el que las instituciones democráticas y el bienestar de la población pasaron a segundo plano.
La globalización neoliberal se organizó alrededor de una idea central: recuperar el viejo catecismo del puritano escocés Adam Smith (1723-1790) publicado en su libro La riqueza de las naciones (1776). En él predicaba el libre juego de las fuerzas económicas como el principio rector de la sociedad. Por eso en esta globalización neoliberal no hay lugar para una verdadera autoridad regulatoria internacional, tampoco es posible una agencia capaz de frenar el crecimiento de los oligopolios o la concentración de poder en el mercado. Una posible organización que proteja los derechos laborales no tiene poder alguno (OIT). El régimen de la globalización neoliberal no rinde cuentas a nadie. Ni siquiera a sus principales beneficiarios, el capital financiero y los grandes grupos corporativos. Para retomar la senda de la democracia es necesario revertir el proceso histórico que condujo a la globalización neoliberal.
Amigo lector, como le anticipé, no hay lugar para las palabras ambiguas, las medias tintas o las vaguedades teóricas. Como reza el juramento jurídico Alejandro Nadal podría estar dispuesto a: “decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Un verdadero maestro comprometido con las masas de excluidos.