098.- El bombardeo a Plaza de Mayo del 16 de junio explicado por el propio Juan Domingo Perón

Extractos del libro “La fuerza es el derecho de las bestias”

El día 16 de junio de 1955 amaneció nublado. Como de costumbre me levanté a las cinco de la mañana y a las seis y quince llegué a mi despacho de la Casa de Gobierno. Allí el oficial de informaciones me informó que esa noche se había producido una alarma y que el Ministro de Ejército había pasado la noche aprestado con todo el personal de comando en el Ministerio debido a noticias que poseía.

A las siete tenía concedida audiencia con el Embajador de los Estados Unidos, Mister Nuffer, con quien venía el Agregado Militar para hacerme entrega de un obsequio de parte del Comandante de las fuerzas del Caribe que poco antes nos había visitado.  A las ocho terminó la audiencia y recibí al Ministro de Ejército, General Franklin Lucero, hombre leal y realmente un amigo de casi toda mi vida. El me informó de sus inquietudes y me pidió que me trasladara al Ministerio de Ejército, donde estaría más seguro ante cualquier evento, ya que la Casa de Gobierno podría ser objeto de un ataque en caso de un atentado por medio de una operación tipo “comandos” como se llama en la jerga militar.

Como tenía algunas cosas que hacer le prometí que iría en seguida y lo dejé partir solo al Ministerio. Permanecí en mi despacho hasta las nueve y treinta horas, en circunstancias que el General Jáuregui, Jefe de la Coordinación de Informaciones, me comunicó que el Aeródromo de Ezeiza había sido tomado por aviones sublevados, mientras se notaban movimientos raros en el Arsenal de Marina y en el Ministerio de la misma, muy cercanos a la Casa de Gobierno. Ante tales noticias me trasladé al Ministerio de Ejército, precisamente en el momento que se iniciaba el fuego contra la Casa de Gobierno.

A las diez y treinta horas comenzó el bombardeo de la Casa de Gobierno sobre la que se arrojaron más de cien bombas, muchas de las cuales no explotaron, al mismo tiempo el Batallón de Infantería de Marina abría el fuego y atacaba la Casa Rosada. El combate duró varias horas en que, al intervenir los Granaderos a Caballo General San Martín y el Batallón Buenos Aires, quedó terminado con la retirada de los insurgentes.

En el Ministerio de Marina quedaban encerrados y rodeados los jefes de la tentativa. El Pueblo y especialmente los trabajadores al conocer la noticia del levantamiento, como otras veces se lanzaron hacia la Plaza de Mayo, junto a la Casa de Gobierno, mientras otros, obedeciendo las indicaciones que se hicieron por radio se concentraron en la C. G. T. A fin de no exponerse inútilmente al efecto del bombardeo. Sin embargo, la bombas y las ametralladoras de los aviones produjeron doscientos muertos y varios miles de heridos entre la población civil.

Gran indignación causó el fuego de los aviones a reacción sobre las calles atestadas de público que además de no ser un objetivo militar, estaban llenas de mujeres y niños, que venían a presenciar ese día un desfile aéreo programado. Los aviones antes de huir hacia Montevideo, una vez fracasada la intentona, descargaron sus armas y sus bombas sobre la población indefensa.

Cuando llegó la noche comenzó a llover torrencialmente y el Pueblo indignado y acongojado se encontraba aún en los lugares de los luctuosos sucesos, presenciando los arreglos y la evacuación de los muertos durante el día.

Yo hablé por radio, en cadena general a todo el país, porque temía una reacción popular violenta. Llamé a la calma pidiendo no unir a la infamia de los atacantes, nuestra propia infamia.

Me enteré después que se habían quemado algunos edificios, entre ellos cuatro iglesias y dos capillas. Luego que pasó la confusión de las primera horas, el Comando Militar de Represión, tomó la medida de custodiar los edificios amenazados y dar seguridad a los sacerdotes que estaban  extraordinariamente excitados y temerosos. Se constituyó el Consejo Supremo de Guerra y los culpables fueron juzgados y condenados de acuerdo con la ley.

Como regía el Estado de Guerra interior, cuya ley en su artículo segundo, autorizaba el fusilamiento inmediato de los cabecillas, muchos vinieron a pedirme que los fusilaran y algunos de ellos habrán pensado que fui débil de no hacerlo. Yo creo lo contrario; en esos casos es más fácil fusilar que someterse a la justicia establecida. No me ha gustado nunca mancharme con sangre, ni aun de mis más enconados enemigos. Yo puedo decir hoy, a pesar de toda la infamia de mis enemigos, que ellos son unos asesinos y la historia no puede cargar sobre mi conciencia la muerte de un solo argentino por defender mi situación personal.

El peronismo se ha llenado de mártires y entre ellos no hay un solo hombre que, como nuestros enemigos, pueda ser tildado de asesino con fundamento, como podemos llamarlos a ellos con razón. La sangre generosa de estos compañeros caídos por la infamia “libertadora” será siempre el índice de acusador de Abel, que los seguirá hasta su tumba, llenándolos de remordimiento y de vergüenza. (…)

El 16 de junio puso en evidencia que el “estado de guerra” estaba justificado desde que existía latente la conspiración en las fuerzas regresivas.

La clase parasitaria, representada por la oligarquía contumaz y resentida, unida a los curas que abiertamente intervinieron en la lucha del 16 de junio, como asimismo a los dirigentes políticos de la “Unión Democrática”, comenzó ya desembozadamente a minar al Ejercitó, la Marina y la Aeronáutica.

El sistema para descomponer la disciplina de las fuerzas armadas fue diverso en cada caso. Se utilizó un panfleto insidioso en que la calumnia y la falsedad alcanzó límites insospechables. La técnica del rumor completó el cuadro, creando un clima de engaño uniforme entre los elementos adversarios. Sin embargo, el ejército no fue influenciado por esta perturbación, merced a la acción permanente del General Lucero, Ministro de Ejército, que adoctrinó a su gente en el fiel cumplimiento del deber militar. La Marina, que obedecía al comando revolucionario de Montevideo, compuesto por Bemberg, Gainza y Lamuraglia, verdaderos financiadores de la revolución, fue minando la disciplina de la aeronáutica y contaminando sus cuadros. El dinero “corría” en abundancia y el efecto comenzó a notarse; se le fue encontrando el precio a cada uno. Esta es la triste verdad. “Poderosos caballero es Don Dinero”.