Por Ricardo Vicente López
Nosotros vivimos sumergidos en un tiempo alocado, en el que todo es momentáneo, efímero y fugaz. Lo afirmado hoy pierde valor en las 24 hs. siguientes. Digo esto, amigo lector, porque le voy a proponer abordar problemas que exigen ubicarnos en un tiempo más humano, por lo tanto histórico. Esta calificación debe entenderse como una recuperación de la importancia de lo humano, para permitirnos rumiar el problema del tiempo. Pensarlo como una dimensión de la vida, individual y colectiva, que se denomina Historia. Entonces, el tiempo histórico es la plasmación de la actividad de personas y pueblos que, organizados socio-políticamente, fueron abriendo ayer y continúan haciéndolo hoy, los itinerarios de sus culturas. Son trayectorias que van dejando surcos en el tiempo, con la participación imprescindible de hombres y mujeres, de culturas originarias en el marco de geografías propias, transitadas por ellos.
El excesivo peso de la autoridad científica de las ciencias naturales, fundamentalmente la astronomía y la física, incidió en la concepción del tiempo, en los últimos tres siglos, introduciendo su mirada matemática. En El libro de la naturaleza el físico italiano Galileo Galilei (1564-1642), escribió:
“La filosofía está escrita en ese libro enorme que tenemos continuamente abierto delante de nuestros ojos (hablo del universo), pero que no puede entenderse si no aprendemos primero a comprender la lengua y a conocer los caracteres con que se ha escrito: la lengua matemática”.
La autoridad ganada como modo de acceso excluyente al conocimiento verdadero, desplazó a la vieja filosofía, exigiendo la precisión mecanicista. El pensar sobre el tiempo quedó marcado por la cuantificación matemática. El reloj se constituyó en el amo de ese tiempo. Esto deshumanizó la historia medida por siglos de cien años, todos iguales, simétricos, que transcurren a espaldas de la voluntad, la necesidad y deseos de los hombres. Ese modo de pensar el tiempo colonizó nuestra conciencia y define hoy, milimétricamente, el tiempo de nuestras vidas. Si bien la velocidad del tiempo no cambió, la sensación que produce la presencia del reloj digital asusta. La expresión coloquial, propia de la cultura urbana, que confiesa que “el tiempo se escapa” evidencia esta relación.
El capitalismo, de la mano de uno de los Padres Fundadores de los EEUU, Benjamin Franklin (1706-1790) canonizó la medida de ese tiempo con la frase “time is money” (El tiempo es dinero). Esta expresión se usa en ese país, como otra manera de decir que el tiempo es valioso y que, por tal razón, las cosas deben hacerse lo más rápido posible; porque “el tiempo que se pierde es dinero que se pierde”.
Desde una perspectiva de la Filosofía de la Historia, un pensador fundamental, el británico Eric Hosbawm (1917-2012), sacudió la conciencia de los historiadores cuando sostuvo que “el siglo XX comenzó en 1914, inicio de la Primera Guerra Mundial y terminó en 1989”. Tomando como hitos referenciales el período de 77 años comenzó en 1914, y terminó en 1991, el colapso de la Unión Soviética. De este modo, subrayaba la importancia de pensar el tiempo histórico a partir de hechos producidos por la participación socio-política, dejando de lado la mirada rigurosa y mecanicista de la física y la astronomía.
Al colocar lo humano en el centro del pensamiento sobre la Historia, con sus tiempos propios, de dimensiones imprevistas, y longitudes diversas e incomparables, sólo detectables después de lo acontecido, la vida humana recupera la posibilidad de ser recordada y reflexionada a partir de los eventos (devolviendo a esta palabra su significado original: “Hecho o circunstancia de realización incierta o conjetural”). El almanaque, entonces, pasa a un segundo plano. Adquieren relevancia los momentos trascendentes de cada persona, de cada familia, de cada pueblo. Partiendo de sus modos de haber vivido el pasado y de recuperarlo desde los varios presentes en curso. La diversidad, entonces, de futuros posibles, pensados, soñados, idealizados, que el tiempo abierto ofrece a las voluntades, proyectos, atrevimientos, devuelve la posibilidad de la utopía respecto de los disímiles horizontes posibles.
Lo que le estoy proponiendo, amigo lector, es tomar conciencia de que en este presente late un universo de cosas pensables, deseables, posibles, que dependen del ejercicio de nuestra libertad de ciudadanos. Que no es una libertad ilimitada, sino que debe funcionar como una convergencia de libertadas que debaten los cursos posibles y deseables: ¡esto de la democracia! Ese ejercicio, que supone preguntar y preguntarnos tantas cosas, ponerlas en juego con las libertades compartidas con otros ciudadanos, cuyas participaciones potencian las fuerzas sociales: de eso se trata la Política (con mayúscula, para resaltar su importancia).
Esas condiciones están disponibles si nos atrevemos a detectarlas, a pensarlas, a debatirlas para pulir sus diferencias y recuperar sus concordancias. Insisto eso es hacer política. Allí se pueden perfilar, proyectar, enriquecer, construir, las posibilidades de un futuro mejor compartido, más equitativo, más solidario.
En ese preguntar, preguntándonos, escuchando, respondiendo, arriesgando ideas, proyectos, revisarlos, volver a debatirlos, argumentando desde cada uno en defensa de lo que piensa, con la flexibilidad necesaria para incorporar las ideas de los otros. Así se abren nuevas posibilidades que hoy pueden estar ocultas por nuestro encerramiento a pensar, o a no pensar, en la soledad de nuestros egoísmos. Nos encontramos ahora en un terreno fértil que se enriquece con la actividad colectiva. Ello nos va permitiendo pensar con más profundidad. ¡De eso se trata filosofar! Y al hacerlo descubrimos que, todos aquellos que nos proponemos iniciar ese camino: ¡somos filósofos!
Actitud y actividad que parecen estar en desuso en los tiempos que corren. Al cederles esa ocupación a los “hombres serios, de ceños fruncidos” que pertenecen a las Academias, porque hemos aceptado que filosofar “es para unos pocos, para los inteligentes que hablan con palabras difíciles”. Debemos advertir y decirlo en voz alta eso no es inocente, tampoco es nuevo.
Para abrir la puerta hacia el interior de nuestra imaginación, un gran poeta, Discepolín, nos sugiere que se puede comenzar a cursar la carrera de Filósofo de Pueblo en la mesa de cualquier cafetín de Buenos Aires: “En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, yo aprendí filosofía…”. Él nos invita a sentarnos en una silla virtual de un cafetín para comenzar a filosofar. Este quehacer me recuerda un viejo dicho español: “El comer y el rascar… todo es cuestión de empezar”. Con el cual se anima a quien está dubitativo de comenzar algo. Este atrevimiento debe romper los pre-juicios que generan los sabihondos para colocarse en un pedestal que no les pertenece. Cuando comprendemos que el pensar es connatural a lo humano, no hacerlo es renunciar a nuestra esencia.
Puede ser interesante seguir este consejo. Nos vemos, entonces, obligados a preguntarnos, comenzando la tarea: ¿qué cosa es la filosofía? Esta pregunta nos remite a otra ¿Qué cosa es reflexionar? Según la Real Academia: «Considerar nuevamente algo, pensar con cuidado, atenta y detenidamente sobre algo» Esta actividad intelectual es propia del ejercicio de la filosofía. Si nos remontamos a su origen ateniense encontramos que esta palabra está compuesta por dos raíces: philos = amor y sofos = sabiduría, de donde se deduce que filosofía “es la actitud seria y comprometida de amor a la sabiduría”. Pero ¿cómo y los filósofos? El problema radica en quien los nombra y a quienes hace referencia.
Le puedo decir, con no poca certeza, que si algunos de nuestros filósofos de Academia [con las consabidas excepciones], se encontrara en las calles de Atenas, con Sócrates, reunido en una plaza con jóvenes, a quienes les estuviera proponiendo alguna de sus preguntas que comenzaban con “¿No dirías tu que si…?” Difícilmente creerían estar ante un filósofo, nada menos que uno de los padres de la filosofía. ¿Es demasiada pretensión pensar que aquella plaza ateniense y la mesa de un cafetín son diversos modos de la historia en donde ha emergido una filosofía para, la gente sencilla, los ciudadanos de a pie de hoy? Podríamos denominarla también, por múltiples razones: una Filosofía de la Vida.
En aquellos tiempos atenienses filósofo era todo aquel que se asombraba ante algo que llamara su atención y se atreviera a preguntar. De lo que podemos vislumbrar que filósofo es todo aquel que pregunta, pero que no se satisface con respuestas livianas o superficiales. Pareciera, entonces, que para reflexionar se debe preguntar y un preguntar que no se detiene hasta satisfacer, aunque sólo sea en parte, su búsqueda. ¡Ese es ya una actividad filosófica! Esto nos lleva a asumir que: no se debe entender la filosofía sólo como esa profesión que exhiben los académicos.
¿Es ser filósofo, entonces, una condición necesaria para reflexionar? Efectivamente se debe ser filósofo. Pero no debemos desesperar: filósofo somos todos cuando nos detenemos a pensar sobre algo que reclama nuestra atención, algo que nos asombra. Un dato interesante: el verbo asombrar se formó con el prefijo privativo “a” y la palabra “sombra”. Nos indicaría que el que se asombra es el que se dispone a salir de la oscuridad y camina hacia la luz. ¡Éste es también un ejercicio filosófico!
Entonces, nosotros en nuestra condición de ignorantes, según dice el diccionario: “personas que no saben”, y en eso de ignorar todos tenemos una cuota importante. Bien, asumiendo esa condición, deberemos aclarar que no somos ignorantes absolutos, nadie lo es, sino en algunos temas. Como ya sabemos qué es reflexionar, agregamos ahora que sabemos qué es filosofar. Pongamos como punto de partida, fundamento de nuestras investigaciones filosóficas, que reflexionar y filosofar son primos muy cercanos.