Por Ricardo Vicente López
El tema de la espiritualidad se presenta con dificultades propias en el seno de la cultura moderna. Esto nos sugiere, como una guía para pensar, que debemos comenzar avanzando con pasos cautelosos, muy cuidados. Tal como si el intento se asemejara a subir por una escalera respecto de la cual tuviéramos serias dudas sobre su solidez. Entonces, le propongo, amigo lector, apelar a temas planteados por pensadores eminentes que tienen, en mi opinión, la capacidad de obligarnos a detenernos frente a una encrucijada. Se puede encontrar en ellos una capacidad, nada común, de obligarnos a pensar. Nos aguijonean con sus palabras, nos incomodan, las preguntas, implícitas o explícitas, exigen tomar posición y definir cómo seguir avanzando. Nos ayudan a encontrar una primera base, un fundamento más sólido que permita el comienzo de la construcción de algunos caminos posibles.
Digo algunos porque es necesario tener presente que, en temas como el nuestro, los intentos son siempre inseguros, provisorios, tentativos y, por ello, son más ricos, más diversos, más plurales. En otras palabras, más humanos. No debemos olvidar que lo humano se plasma en formas únicas e irrepetibles, eso somos cada uno de nosotros, parte de la comunidad en condición diferenciada. Tenemos la calidad y la cualidad de poder abrirnos hacia la pluralidad, que es el ámbito más rico de lo humano. Por otra parte, nuestros modos de ver el mundo tienen siempre un componente personal, es nuestra singularidad y nuestra contribución, siempre presente, que no podemos ni debemos desechar.
Debemos afirmarnos en que somos los que vemos, pero somos más que eso, debe afirmarse con convicción que somos quienes vemos. Somos nosotros pero en nuestra particularidad de ser cada uno de nosotros. Es lo que se denomina nuestra subjetividad (tema sobre el que volveré). Esa la cualidad de lo personal, aunque no siempre tomemos conciencia de ello. Vivimos tiempos de homogenización de la persona, de trivialización, de masificación. Ello nos coloca ante el riesgo de arrastrados hacia la desindividualización, hacia la despersonalización.
La herencia ilustrada
La necesidad de la certeza, como ya vimos en notas anteriores, se la debemos a una imposición de la cultura ilustrada, sobre todo la francesa de los siglos VII y XVIII. Su lucha contra la herencia cultural de la escolástica medieval, que sospechaba de la duda, entendida como una falta de fe dio lugar a interminables batallas en las cuales, tantas veces, la verdad estuvo repartida en ambos bandos. La cerrazón de las posiciones enfrentadas generó divisiones de difícil solución. Estoarriesgaba dificultades sociales, o desconfianzas y sospechas, entre quienes se desgastaban en la contienda. Los riesgos que amenazaban a “los portadores de las dudas”, a los que no se sometían con facilidad, no eran menores. Suponían castigos severos como respuesta, de parte de las rigideces de ciertos miembros de la jerarquía eclesiástica de entonces.
¿Qué movía a tales temores? El cuestionamiento de una concepción del mundo por otra. Entonces, una primera respuesta podemos encontrarla en las formas establecidas de concebir el mundo en el que se vive, una cosmovisión. Propongo la lectura de un párrafo del filósofo español, Manuel Sacristán Luzón (1925-1985). Estudió Derecho y Filosofía en la Universidad de Barcelona; fue Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de esa Universidad. Se pregunta y propone una respuesta:
“¿Qué es una concepción del mundo? Una concepción del mundo no es un saber, no es un conocimiento en el sentido en que lo es la ciencia positiva. Es una serie de principios que dan razón de la conducta de una persona, a veces sin que ésta se los formule de un modo explícito. Esta es una situación bastante frecuente: las simpatías y antipatías por ciertas ideas, hechos o personas, las reacciones rápidas, acríticas, a estímulos morales, el ver casi como hechos de la naturaleza particularidades de las relaciones entre hombres. La solución de una buena parte de la consciencia de la vida cotidiana puede interpretarse en términos de principios o creencias muchas veces implícitas, ‘inconscientes’, en el sujeto que obra o reacciona”.
Prestemos atención, amigo lector, a un cierto énfasis que pone en una característica de ese funcionamiento: no pocas de las conductas nuestras, como la aceptación o el rechazo de ideas, personas, creencias, valores, actúa sin que nosotros seamos plenamente conscientes de su incidencia. Este aspecto me parece una cuestión central, dado que nos debe obligar a reflexionar respecto de algunas repuestas nuestras y sus fundamentos. El tomar conciencia de que una parte significativa de nuestra vida se rige por fundamentos que no conocemos, que escapan a nuestra voluntad, debe obligarnos a ser muy prudentes sobre nuestras certezas respecto de la corrección de nuestras conductas. Conductas que más de una vez pueden llegar a tener un peso decisivo en consecuencias que no alcanzamos a comprender por qué las hemos padecido.
Retomo una frase de nuestro filósofo: “Una concepción del mundo no es un saber, no es un conocimiento en el sentido en que lo es la ciencia positiva”. Es decir no es un conocimiento en el sentido que esa palabra tiene en el sistema educativo. Sin embargo, funciona como parte ineludible de muchas de nuestras respuestas que nos conducen a resultados que nos pueden resultar incomprensibles y, no pocas veces, dolorosos. Pero, en contraposición, sí puede ser considerado un saber si aceptamos el significado que este vocablo adquiere para la sabiduría popular:
“Colección de dichos, enseñanzas, recetas, que nacen de la experiencia repetida de las personas y se transmiten de generación en generación, formando parte de la memoria de los pueblos”
En ella alcanza una dimensión valorativa superior la enseñanza de la experiencia que la vida va aportando. Experiencia que aparece expresada en los consejos que Martín Fierro les da a sus hijos. A ellos, el Viejo Vizcacha agrega, como una contribución de su largo vivir: “El sabio sabe por sabio… pero más sabe por viejo”.
No es un conocimiento de la Razón cartesiana, no es una elaboración del intelecto, es un saber que se comprende con más claridad en la definición del físico, filósofo y escritor francés Blas Pascal (1623-1662) cuando nos advierte: “El corazón tiene razones que la razón ignora… son las razones del corazón”. Avanza en su definición sobre el hombre, diciendo:
El hombre sabe que es miserable. Es pues, miserable por lo que es; pero es grande por lo que sabe (…) es solo una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante (…) dudo de la capacidad de la persona para entender la naturaleza o para entenderse a sí mismo. Pero la conciencia que tiene de sí mismo es un rasgo exclusivo que lo eleva más allá de la naturaleza animal y le permite trascenderla.
Un aporte fundamental al respecto encontramos en la sabiduría del filósofo y teólogo brasileño, Leonardo Boff (1938). Ha cultivado una exquisita sapiencia que ha ido reelaborando en su fecunda experiencia de vida. De entre ellas, recuerdo una, que ha sido para mí un potente faro de luz. Sintetiza en pocas palabras: “Todo punto de vista es una vista desde un punto”. La primera parte de la sentencia nos habla de algo que es evidente para la mayoría de nosotros. La vista mira desde un lugar en dirección a lo que puede haberle llamado la atención. La frase forma parte del saber coloquial y es utilizada como una metáfora en la que apoyamos el valor personal de nuestro conocimiento: “Ese es mi punto de vista”, es el saber de quien habla, expone, debate.
Sin embargo, lo más importante y fecundo se aloja en la segunda parte, y es ésta la más ignorada y que, por tal razón, es necesario detenernos sobre ella dada la importancia que tiene. Pascal es contemporáneo y conciudadano de Descartes. Disiente en varios aspectos con su colega. La tesis fundamental de la Filosofía moderna radica en rescatar la centralidad del sujeto pensante: “Pienso… luego existo”. Hay un aspecto que debemos subrayar. Ella, al depositar todo el valor del acto del conocer en el sujeto racional, en su batalla contra la tradición escolástica, no alcanzó a percibir que ese conocimiento está siempre condicionado por el punto de la vista. Es probable que, concentrado en los debates que debería afrontar se le escapó un aspecto muy importante: el pensamiento está marcado por el desde donde está pensando. Este donde puede ser espacial, cultural, ideológico, político. Atraviesa, el pensar del sujeto, lo condiciona, lo ubica, lo enraíza. La exaltación rupturista del sujeto racional lo deslumbró. Es eso lo que viene a señalar el Maestro Boff.
Se trata de algo muy sencillo, pero que, tal vez por ello mismo, se nos puede escapar: las condiciones de la mirada, sus posibilidades y, al mismo tiempo, sus limitaciones, radican en el punto de vista desde el cual está mirando. Insisto: el punto entendido como lugar físico, pero también, en un sentido más filosófico, como metáfora, ya señalada, de las condiciones culturales, políticas, económicas, etc., en las que el sujeto está sumergido. Esas condiciones escapan a la conciencia del observador, puesto que forman parte de la estructuración de la mente de la persona que está mirando.
Podríamos pensar, sólo en su condición de metáfora, que la mirada es el instrumento que la persona utiliza para mirar, son los ojos que miran. Pero esos ojos son parte del rostro de ella y se dirigen hacia adelante. Ahora debemos dar un paso más delicado. Continuando con la metáfora: queda un amplio espacio, que está por detrás, que se esconde de la mirada. Además, los ojos fueron educados para ver aquello que es perceptible dentro de su hábitat (lugar con determinadas condiciones en el que vive cada grupo social, en este caso se debe decir hábitat humano).
Ese hábitat va condicionando los sentidos, a lo largo del proceso evolutivo, para captar lo más importante para cada comunidad (un esquimal que vive en un entorno en el que predomina el color blanco distingue varios tonos de blanco que el hombre de ciudad no puede). A ello debemos agregar la biografía de cada persona cuya historia acumula diversas experiencias, propias y únicas de cada una de ellas. De lo dicho podemos colegir que ante un mismo horizonte visual cada uno de ellos verá cosas diferentes, según sus preferencias y posibilidades. El caso más sorprendente, para los que somos habitantes de ciudades, es la capacidad del rastreador de distinguir diferentes pisadas entre los pastos de un campo.
Entonces, es necesario que diferenciemos la capacidad óptica del ojo de la capacidad cultural de él. Agreguemos algo más para profundizar nuestra investigación: el lenguaje coloquial utiliza dos verbos, casi como sinónimos: sentir y percibir. El primero, sentir, debe utilizarse como indica la Academia: “es experimentar sensaciones producidas por causas externas o internas”; en el segundo caso, percibir, debe reservarse para una operación más compleja: “percibir es adquirir un primer conocimiento de una cosa por medio de las impresiones organizadas que comunican los sentidos”. Se puede decir, en un uso cotidiano: ver, oír, gustar, etc., es recibir el estímulo; en cambio percibir es un proceso por el cual la mente realiza una combinación de las sensaciones, una organización interna para convertirla en un conocimiento: mirar, escuchar, degustar. En este caso debemos subrayar la existencia previa, siempre presente, de una educación en el uso de los sentidos.
Hemos llegado a un momento muy importante para avanzar en la comprensión del funcionamiento de la conciencia.