53- La dialéctica entre el hombre y el tiempo

Ricardo Vicente López

“No hay principio, descubrimiento, ni pensamiento generoso que, a su entrada en el mundo, no haya encontrado una barrera formidable de opiniones adquiridas, como una conjura de todos los antiguos prejuicios. Prescripciones contra la razón, prescripciones contra los hechos, prescripciones contra toda verdad antes desconocida, éste es el sumario de la filosofía del statu quo y el símbolo de los conservadores de todos los tiempos”

Pierre Proudhon (1809-1865) filósofo, político y revolucionario francés

Tal vez sea un poco presuntuoso comenzar esta nota con esta afirmación de Pierre Proudhon, pero ruego que sea admitida con una advertencia a toda novedad.

Hombre e Historia no son más que dos caras, que están entrelazadas, de un mismo fenómeno atravesado por el tiempo. «El tiempo sólo es tardanza de lo que está por venir» dice Atahualpa Yupanqui. En ese tiempo de las historias humanas, se desarrollan los proyectos de vida personales que deben afrontar sus lentitudes o sus precipitaciones inesperadas. Voy a colocar el acento de esta reflexión en una vieja verdad, bastante olvidada: «La vida es necesariamente proyecto». Ello nos coloca, desde nuestro presente en una tensión hacia ese futuro deseado, idealizado, planificado, esperado, aunque también puede ser frustrado o negado por las inclemencias de los tiempos modernos.

Ante este tema, deberemos elaborar un breve momento de reflexión, para recuperar luego el camino hacia una mejor y más profunda investigación sobre lo humano, con argumentos más sólidos. Cómo, por ejemplo, qué se entiende por Tiempo, por Historia, por Hombre, y la relación entre esos conceptos. Nosotros somos hijos privilegiados de la cultura moderna, privilegio que corresponde a una parte de los hombres y mujeres de estos siglos en los cuales tenemos posibilidad de acceso a una formación universalista, humanista, racionalista, con capacidad y vocación por preguntar, investigar, sacar conclusiones y elaborar hipótesis y teorías.

No debe entenderse esto como una actitud elitista y discriminadora; sólo me refiero a algo que la evidencia pone ante nuestros ojos. Si tomáramos la cantidad de personas de los llamados países desarrollados, egresada de los Estudios superiores y las confrontáramos con la cantidad de egresados de los sistemas de educación superior, del resto de la población del planeta nos daría una diferencia muy grande, hecho lamentable que no debemos ignorar. Por ello hablo de hijos privilegiados. Ahora bien, ese es un privilegio que impone deberes para con los demás.

Doy ahora un paso temerario, que puede levantar mucha polvareda. Dentro de esa pequeña proporción, pregunto, haciendo la aclaración de cantidades y posibilidades: ¿cuántos se preocupan de estudiar los temas a los que hago referencia? Dentro de esa cantidad, ¿cuántos se han anoticiado de que los sistemas de educación superior están encorsetados dentro de un paradigma científico que desvaloriza la importancia de investigar este tipo de temas, mientras aparecen cuasi divinizados los tecnológicos? Ahora, me pongo el traje de amianto, y me atrevo a responder: el conjunto de hijos privilegiados de la cultura moderna vive en la fascinación de las conquistas e inventos de la tecnología (hoy la inteligencia artificial).

No es que esto no sea importante y necesario, es que la fascinación mencionada ciega la mirada sobre los temas del hombre y se desprende de allí el menosprecio, o por lo menos, el poco lugar que tienen en el contexto general de lo publicado. Me refiero especialmente a los que, en otros tiempos, se denominaban: las humanidades (las ciencias sociales hoy, aunque no es exactamente lo mismo). Esto se refleja también en la cantidad de alumnos que se inscriben en las universidades del mundo occidental, en carreras técnicas (para darle una categoría muy general), en proporción a los del ámbito de las humanidades: ¿cuál sería una respuesta posible?

Esto no convierte el mundo de esos conocimientos en alumnos y profesores mejores ni peores. Sólo intento llamar la atención para ser conscientes de la osadía de internamos en viejas problemáticas que, por esa misma razón, por ser viejas se las considera caducas. Esta inconsciencia en la que viven tantas personas de esta etapa de nuestra civilización ha cerrado las puertas para pensar el problema de la angustia del hombre actual.

Avancemos otro poco. Aunque pueda parecer extemporáneo, improcedente, inadecuado. Vamos a entrecruzar saberes para sacar algunas conclusiones. Expongo, para su consideración, amigo lector, a uno de esos sabios que se desplazan entre disciplinas de diverso origen, metodología, con principios contrapuestos, que logra además síntesis sorprendentes: Claude Tresmontant [[1]] (1925-1997). Se trata de alguien que ha colaborado con aportes fundamentales al pensamiento moderno, pero que ha cometido el pecado de estudiar, comentar y elogiar la inapreciable contribución con la cual la herencia semita ha enriquecido nuestra cultura de hoy. Tuvo la audacia de no rendir el culto consabido a la tradición helena que las Academias imponen. Leamos:

La cosmología moderna o, mejor, la astrofísica y la física cósmica han establecido que el universo es un sistema evolutivo, genético e incluso epigenético [[2]], el cual implica una serie de génesis, corrupciones, aumento de información a través del tiempo, así como también pérdida de ésta en los procesos de descomposición. Dicho en otros términos, la cosmología moderna nos enseña justamente lo contrario de lo que enseñaba la antigua filosofía griega.

No es extraño que Ud. se muestre sorprendido. Intentaré traducir y explicar por dónde andamos. El principio fundamental del pensamiento griego residía en la hipótesis de que el universo es el ser propiamente dicho y que éste, naturalmente, ha existido y existirá eternamente sin corrupción, sin génesis, sin desgaste, puesto que es el Ser y la divinidad. El Dios de Aristóteles, el motor inmóvil:

El Primer motor inmóvil es un concepto filosófico descrito por Aristóteles como la causa primera de todo el movimiento en el universo, y que por lo tanto no es movido por nada. Este concepto tiene sus raíces en especulaciones cosmológicas que tenían los primeros filósofos griegos (presocráticos), y llegó a ser muy influyente y ampliamente elaborado en la filosofía y teología medieval, Tomás de Aquino, por ejemplo, se refirió al Motor Inmóvil en su Quinque viae [[3]].

Sobre ese principio fundamental, inalterable, se construyeron toda la teología y la filosofía hasta fines del siglo XIX. Aquí debemos sacar algunas conclusiones: es de sentido común sostener hoy que Copérnico, Galileo, Darwin alteraron la lectura bíblica al “poner en marcha” a la Tierra alrededor del Sol y la de éste a su vez en torno a otras estrellas, y así en una cadena impensable en su dimensión cósmica. Además, en esa Tierra en marcha se había producido una evolución biológica que, en una última etapa, había dado origen al hombre. Sin embargo, los cambios en las ideas responden a una dinámica interna muy resistente. La novedad, que tiene nada más que tres mil años, la señala Tresmontant al contraponer la cosmología griega —sobre la que se construyeron milenios de pensamiento occidental— con la cosmología subyacente, utilizada en el Antiguo Testamento. Le pido, amigo lector, que lea atentamente:

Todo el mundo sabe que un pequeño pueblo, hace muchísimo tiempo, hacia el siglo XVI antes de nuestra era, o quizá incluso antes, desde el principio de su emigración hacia el siglo XVIII, tuvo la osadía de pensar que el universo no era divino ni eterno, que no era la consistencia misma, que no era inamovible roca, sino algo con un principio y un fin. Uno de los teólogos de este pueblo, en uno de los textos que encabeza ahora la biblioteca [Biblia], osó empezar con estas palabras: «Al principio Dios creó los cielos, (es decir, según su pensamiento, el universo entero) y la tierra…» Mucha gente se ha reído durante siglos, durante diecinueve siglos al menos, de esta doctrina que proviene de los hebreos y según la cual el universo empezó, se deteriora y acabará algún día.

Hay una verdad que está emergiendo de lo que acabamos de leer. Podemos enunciarla de este modo: ¿Cómo una de las cabezas más grandes de la humanidad, nada menos que Aristóteles (385-323 a. C.), no pudo abordar la investigación del problema sobre la existencia misma del universo? Tresmontant nos responde:

Precisamente porque, en el pensamiento del gran ateniense la cuestión se hallaba bloqueada, si nos es permitido decirlo así, por una respuesta previa. Para Aristóteles, era un hecho establecido que el cosmos era divino, increado, eterno e imperecedero… Resultaría, pues, inadecuado preguntarse por qué existe… La teología helénica es la que bloquea el problema de la existencia en la filosofía del gran pensador.

Llegamos ahora a una enseñanza que debemos guardar en lo más íntimo de nosotros mismos, puesto que a partir de allí comenzaremos a vislumbrar el sentido profundo de aquellas palabras ya citadas: «La verdad os hará libres». Pero aún queda en pie la pregunta: ¿qué es la verdad? Por ahora, responderemos: la que nos proponemos buscar al desembarazarnos de los su-puestos, pre-juicios, que pueblan nuestra mente, de esos que ni el gran Aristóteles pudo sortear. Tresmontant nos propone un modo de inmunizarnos contra esos prejuicios:

El racionalismo que nosotros propugnamos consiste en razonar, en intentar razonar adecuadamente, sobre lo que nos es dado por la experiencia: para ello basta con que ejerzamos nuestras capacidades racionales, en vez de enredarnos en una serie de análisis de quimeras que nadie sabe, ni tan sólo, si podrían resultar viables.

Lo que hemos visto es una especie de revelación gracias a la cual se nos abre un ancho camino de experiencias y reflexiones para pensar lo humano dentro de un marco conceptual muy diferente.


[1] Filósofo, helenista, hebraísta y teólogo francés. Enseñó Filosofía medieval y Filosofía de la ciencia en la Sorbona de París. Fue miembro de la Academia de Moral y Ciencia Política. Se le otorgó el premio Maximilien-Kolbe 1973 y el Gran Premio de la Academia de Moral y Ciencia Política por todas sus obras, en 1987.

[2] La epigenética (del griego epi, ‘en’ o ‘sobre’, y genética) hace referencia al estudio de todos aquellos factores no genéticos que intervienen en la determinación de la ontogenia o desarrollo de un organismo, desde el óvulo fertilizado hasta su forma adulta.

[3] Son «las cinco vías», cinco argumentaciones racionales a favor de la existencia de Dios, incluidas en la Summa Theologiae, escrita en latín por el teólogo católico Tomás de Aquino (1225-1274).