Por Ricardo Vicente López
Los “hombres cultos” han sido despiadados con aquellos que se atrevieron a pensar y escribir sin someterse a las reglas de la Academia. Los que se han arriesgado a tales osadías no sólo no han merecido su aprobación, sino que han sido simplemente ignorados, atacados o difamados. Esto es altamente significativo, especialmente, para quienes se han atrevido a tomar la cultura popular como fundamento de sus reflexiones. Revalorizarla, buscando en ella los contenidos de las viejas sabidurías, para ser trabajados desde sus diversas ópticas y preferencias.
El tema de la cultura popular incluye a toda América, la que a partir de la década de los sesenta del siglo pasado, adquiere una vitalidad y presencia importantes por la recuperación de sus riquísimas tradiciones. Las décadas de los ochenta y noventa, pretendieron imponer, sin piedad, muchas veces con violencias, una cultura globalizada, superficial, arrasadora, con intenciones homogeneizantes. Esto causó mucho daño en los pueblos de la denominada periferia, respecto de los centros del privilegio y la prepotencia. Algunos, desde esta América Latina, llamaron a resistir tales propósitos neocolonizadores, librando una batalla cultural para defender los tesoros de la cultura indo-hispano-americana.
A quien quiero recordar ahora es un intelectual, con todo el peso y la densidad que esta palabra encierra. Es uno de aquellos que se sumaron a la defensa de las culturas plebeyas. Uno de esos que arriesgaron su trabajo, su prestigio y, en no pocos casos, la vida. A todos ellos quiero brindarles un merecido homenaje en una persona particular. Alguien, a quien hoy se lo recuerda poco y, más de una vez con referencias que no hacen justicia a su fidelidad, sensibilidad, profundidad y coherencia. Estoy hablando de Enrique Santos Discépolo (1901-1951). En esta semana, en la que se cumplen 67 años de su desaparición, vamos a encontrar en sus versos una autobiografía dolorosa. Estos versos pertenecen al tango Uno:
«Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias… Pero un frío cruel, que es peor que el odio, punto muerto de las almas, tumba horrenda de mi amor, maldijo para siempre y se robó toda ilusión».
El investigador, historiador y ensayista Sergio Pujol, Profesor en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, se refiere a su pensamiento con estas palabras:
«Aquella filosofía nocturna, común a todos los reductos barriales, no borraba ciertas diferencias en los usos y costumbres. No obstante, una sensibilidad compartida unía los puntos intermedios con lazos invisibles. La cultura de los bares y cafés recomponían la diversidad social estableciendo sus propias reglas de filiación. Y confesaba que su mejor escuela había sido un cafetín que «En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, yo aprendí filosofía».
Perteneció a una rara clase de hombres que atrevieron a decir: «He creído y por eso he hablado». Palabras de hombres creadores, de poetas y de creyentes, testigos de su época. Su sensibilidad la permitió entrever en su mundo un futuro terrible. Y apelando su fe cristiana, exhibiendo su sensibilidad profética, frente a un mundo que se desmoronaba, dijo:
«Al hombre lo ha mareao el humo, al incendiar, y ahora entreverao no sabe dónde va. Voltea lo que ve por gusto de voltear, pero sin convicción ni fe… Si hoy la infamia da el sendero y el amor mata en tu nombre, ¡Dios!, lo que has besao… El seguirte es dar ventaja y el amarte sucumbir al mal».
Sólo a él se le pudo ocurrir irse sin avisar. Un 23 de Diciembre, cuando la gente tenía puesta la cabeza en otra cosa, preparándose para las fiestas, pasó casi inadvertida su ausencia. Pocos fueron los que comprendieron que se había ido un poeta del dolor y la melancolía. Tan joven, cuando tanto tenía para decirnos, con esa mirada aguda que penetraba el espíritu de época.
Fueron pasando los años y la memoria de sus poemas, de su música, de sus obras de teatro, de su modo de pensar y decir, se fueron destejiendo, empalideciendo, desvaneciendo. Pareciera que sólo se recuerda algunas letras ingeniosas pero se olvida que tenían la carga de su denuncia ética, crispada, implacable, pero con mucha piedad.
Él era aquel personaje al que le decían: «piantá de aquí no vuelvas en tu vida». En esa letra está denunciando el destino de todos esos “molestos e incómodos idealistas”, que viven agitando valores que ya “han perdido curso legal”. Porque después de tantas devaluaciones éticas «hoy la Moral la dan por moneditas». Mostraba en ese «gilito embanderado» su viva imagen y la de otros tantos, que también «embromaban con su conciencia» y no hacían «más que reír».
Supo, tempranamente, que en este mundo no hay lugar para aquellos que pretenden encarnar la conducta del «crucificado», y con esas pretensiones se convierten en «un moralista, un disfrazao… sin carnaval».
Había nacido con el siglo XX (cambalache) en el barrio de Once, y vivió las décadas más duras de la primera mitad del siglo. Entre sus seis y sus nueve años perdió a su padre y a su madre. Entonces, fue a vivir con su hermano mayor Armando su infancia de huérfano. Esta convivencia lo marcó definitivamente. Ató su destino al teatro y a las letras en las diferentes modalidades de la cultura popular (teatro, tango, cine, revista). En todas ellas hizo oír su voz irónica de adolescente maduro y profundo. A los diecisiete años estrenó en el teatro El Nacional su primera obra Los duendes. Transitó la juventud con su imagen y su tristeza chaplinesca que no lo abandonó a lo largo de toda su vida. En lo profundo de su alma de idealista empedernido guardaba esa terrible experiencia de que «la gente me ha engañado desde el día en que nací, los hombres se han burlado, la vieja la perdí…».
La década del veinte, y principio de la siguiente, le hizo sentir los dientes afilados de la falta de reconocimiento. Fue de fracaso en fracaso. Era demasiado genial y profundo para esos años de «farra y champán», que pretendían ocultar la profunda miseria en la que se hundía la mayor parte de la gente, en los conventillos de los barrios pobres, que tan bien conocía.
Se lo entendía poco. Había cometido la enorme imprudencia de ser un diferente, de ser un innovador, de decir cosas en sus letras, de estar comprometido con su tiempo y denunciar la injusticia y la inmoralidad. Tuvo la pretensión de reflexionar sobre la vida, hablar de ética, de Dios y de otras impertinencias, frente a una sociedad que había emprendido el camino que desembocaría en la Gran Crisis de 1929. Allí comenzaba la década en la que se conocerían esas «misas herejes» de la ollas populares. Se presentaba como la conciencia encarnada de los que estaban «bien en la vía, sin rumbo, desesperado…», después de comprobar que estaban «secas las pilas de todos los timbres» que había apretado.
La descripción descarnada de esta letra refleja con brillantez la situación social y espiritual de la década de los treinta. Es cierto que la amargura estaba en él, pero estaba como testigo comprometido con su mundo.
No se le perdonó el que a sus pretensiones filosóficas le sumara la desfachatez de ser un gran poeta. Un exigente que no escribía como de pasada, al descuido. Sus letras podían llevarle mucho tiempo. Se le iban los meses buscando aquella palabra que expresara el giro exacto que deseaba darle a su metáfora. El poeta Horacio Ferrer agrega:
«Volcaba en sus tangos el fruto de sus profundas reflexiones, evadiendo toda norma clásica de pensamiento, dialogando consigo mismo, en alucinada intención de encontrar la explicación a todo aquello que la vida se niega, silenciosamente, a rendir cuentas».
Pero, describía la miseria con una finura poética como sólo «algunos elegidos» logran. Esa era su culpa, su empecinamiento en querer ser la voz del transeúnte, del ciudadano de a pie, al expresarse en el lenguaje con el que, suponía, hablarían los representantes angélicos de los atorrantes, en los arrabales del cielo. De allí esa extraña mezcla de poesía sublime con lunfardo. Por eso le puede decir a aquélla a quien intentó salvar «me clavó en la cruz tu folletín de Magdalena, porque soñé que era Jesús y te salvaba».
En su última etapa, en 1951, se hizo cargo de una campaña radial. En ella interpretaba a un hombre sencillo que le explicaba la nueva realidad a Mordisquito, alguien que no aceptaba a Perón. Esa participación le ocasionó el rechazo de sus amistades y de gente del espectáculo que se alejaron de él. Todo ello contribuyó a que, pocos meses después, falleciera. En esas charlas decía:
«Si te lo dije todo… no es que no me entendiste. No quisiste entender, y eso es peor. ¿Entendés…? Lo tuyo, que es monstruoso, porque es historia y está escrita en la memoria, en los papeles, en las cárceles, en los muertos y en los vivos que están muertos. Sos el pasado, el pasado más cruel que haya vivido nación alguna… El pueblo lo sabe, porque lo padeció… Porque vos no sos una esperanza, ni una incógnita. ¡Vos gobernaste! ¡No una vez, sino varias veces… y mal! ¡Gobernaste mal! Infamemente… Sí, Mordisquito. Vos sabés que no debés volver… pero es la hora de las definiciones y yo tengo la obligación de decirte por qué no te prefiero ni yo, ni este pueblo. Tengo cincuenta años y una memoria de fierro. Y en esas condiciones, ¡no me la vas a contar, Mordisquito!