Por Ricardo Vicente López
En tiempos en los que los valores pierden su función de ser faros que iluminen la inteligencia y guíen las conductas; en los que los relativismos se apoderan de toda argumentación menospreciando la verdad; en los que ser coherente y dar testimonio de vida respecto de lo que se dice creer es ser antiguo; en los que las inconsistencias de las argumentaciones reemplazan a las afirmaciones bien fundadas; “en los que no hay ninguna verdad que se resista frente a dos pesos moneda nacional”. Si todo es así se puede tener la certeza de que se está en una época de decadencia, sumida en un crepúsculo cultural. Época en la que “¡ya murió el criterio! ¡Vale Jesús lo mismo que el ladrón!”
Amigo lector, Ud. puede estar pensando que hablo de estos tiempos de hoy… Lo triste es que no son muy diferentes a los que le tocó vivir a Sócrates [Atenas, 470- 399 a. C.]. Él era un devoto admirador de la cultura ateniense y un firme defensor de la ley. Pero le tocó un tiempo entre un mundo que fenece y otro que está por nacer. Esos tiempos han estado siempre atravesados por grandes incertidumbres. Muy parecido al mundo en el que estamos.
Por ello es muy interesante un diálogo que aparece en uno de los títulos de Platón que lleva el nombre Critón. Él fue amigo, contemporáneo y discípulo de Sócrates. Se tratan temas como la «opinión de la mayoría», «la Justicia» y «Las Leyes». Pero ambos representan dos tiempos distintos.
La escena que se narra encuentra a Sócrates en una celda esperando su ejecución. Su amigo lo va a visitar. Está acongojado por la injusta sentencia que se cumplirá en breve. Critón, que es una persona de una gran fortuna, le propone sobornar al carcelero para escapar. Sócrates rechaza la propuesta y no acepta los argumentos que esgrime su amigo. Elige someterse a la ley, pues sostiene que ella está por encima de todo. Como buen ciudadano que es, debe respetarla y aceptarla aunque, en este caso, fuera injusta.
Sócrates, representa la vieja mentalidad del siglo V, del viejo esplendor ateniense. Por su amor a Atenas, opta por aceptar el veredicto de la ley, aunque no fuera justo. Su amigo Critón, por el contrario, rechaza sus argumentos pues él, hombre de negocios con un espíritu más pragmático, se aferra a consideraciones prácticas. Él percibe el derrumbe cultural, la pérdida de valores. Se considera un hijo del nuevo espíritu del siglo IV, plena decadencia de Atenas. Se muestra partidario de desobedecer a los jueces pues “la fe en la patria se ha desmoronado”.
Critón se muestra partidario del relativismo, en una época que desestima lo transcendental. El amigo y discípulo de Sócrates, considera que “las leyes no nos obligan a nada. Y, ya que no nos proporcionan ningún beneficio, no tenemos para con ellas ni deberes ni obligaciones”. Una sociedad corrompida, carece de autoridad para imponer una ley que emana de jueces corruptos.
Sócrates responde a Critón, cuando éste le habla de fugarse: “Si en un momento determinado las leyes nos perjudican y creemos que están equivocadas, ¿por qué no pensamos así también que están equivocadas cuando nos beneficiaban?” Responde en los términos de las reflexiones de Critón, rechazando la maleabilidad de criterios según convengan o no.
Han pasado 2.500 años de aquel diálogo, sin embargo la alternativa vuelve a ser la misma. ¿De qué lado nos colocamos? ¿A quién le creemos a Sócrates o a Critón? Sin embargo, debo yo agregar, que no comparto la defensa del valor de la Ley por sí misma, como hace Sócrates. Pero tampoco avalo la postura de Critón.
Justicia y Ley son cosas diferentes: la primera contiene un fundamento ético; la segunda es el resultado de hombres que viven en tiempos de sociedades injustas, atrapados en juegos de poder. Nos encontramos frente a dos posturas filosóficas que se apoyan en desiguales concepciones de la Justicia y de la Ley. Le presento, amigo lector, dos representantes de cada una de ellas.
El jurista, filósofo y escritor defensor del Imperio romano, Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) quien sentenció: «Seamos esclavos de la ley para poder ser libres», argumento que defiende el orden establecido, sin reparar en las injusticias de las sociedades desiguales.
En una actitud, poco usual hoy, de asumir y denunciar la injusticia de la Ley para los de abajo, Martín Fierro nos dice: “La ley es tela de araña/ –en mi inorancia lo esplico–./ No la tema el hombre rico; nunca la tema el que mande; pues la ruempe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos./ Es la ley como la lluvia: nunca puede ser pareja;/ el que la aguanta se queja,/ pero el asunto es sencillo: la ley es como el cuchillo: no ofiende a quien lo maneja”.