Por Ricardo V. López
Partamos ahora de la decepción que envolvió a la conciencia colectiva de una parte importante de los ciudadanos que habitaban el área del sistema democrático occidental, en las últimas décadas del siglo pasado. El conflicto social de las sociedades modernas no es un fenómeno reciente, pero se vio acentuado en ese tiempo. Después de los “treinta años gloriosos”, como denominaron en Francia a los de la vigencia del Estado de Bienestar (1945-1975), la década de los setenta fue el comienzo de un giro cuya bisagra fue el acceso a los gobiernos de Gran Bretaña y de los Estados Unidos, de Margaret Thatcher (1925-2013)[1] y Ronald Reagan (1911-2004)[2], respectivamente. Ambos conformaron un tándem que significó un retroceso en el campo de las conquistas sociales garantizadas por el Estado Social que, a partir de entonces, fue mostrado como un obstáculo para el progreso económico. Este retroceso agudizó el conflicto social y dejó al desnudo el avance de los intereses del capital concentrado sobre una distribución del ingreso, más o menos equitativa y, fundamentalmente, sobre los ingresos de los trabajadores.
Ese nivel de conflicto fue analizado por el Doctor Lester Thurow (1938-2016), Profesor de Economía Política y Decano de la Sloan School del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Advirtió que una de las contradicciones más graves del capitalismo, es la que se plantea entre «el mercado, como forma de asignar los bienes, y la democracia, como modo de asegurar la igualdad». El mercado promueve la «competencia y el triunfo de los mejores». Dentro de él, quien demuestre tener las mejores capacidades y las mayores habilidades se impondrá en la búsqueda de maximizar el beneficio. El otro, el perdedor, se verá desplazado y finalmente derrotado: «dentro del mercado, cada individuo vale por el dinero que posee». En oposición a ello, «la democracia pretende garantizar la igualdad de todos los ciudadanos». Por tal razón, se genera una tensión de muy difícil trámite que expone en el libro El futuro del capitalismo (1996):
La democracia y el capitalismo tienen diferentes puntos de vista acerca de la distribución adecuada del poder. La primera aboga por una distribución absolutamente igual del poder político, “un hombre, un voto”, mientras el capitalismo sostiene que es el derecho de los económicamente competentes expulsar a los incompetentes del ámbito comercial y dejarlos librados a la extinción económica. La eficiencia capitalista consiste en la “supervivencia del más apto” y las desigualdades en el poder adquisitivo. Para decirlo de la forma más dura, el capitalismo es perfectamente compatible con la esclavitud… En una economía con una desigualdad que crece rápidamente, esta diferencia de opiniones acerca de la distribución adecuada del poder es como una falla de enormes proporciones que está por chocar.
Cabe subrayar lo enfático de la afirmación. Otro aspecto interesante del análisis de Thurow es que atribuye la desigualdad creciente a la estructura del sistema capitalista, no a un mal funcionamiento de su desarrollo actual. Completa este pensamiento con la siguiente frase: «La mayor desventaja del capitalismo es su miopía. Tiene un horizonte de corto plazo». Cuando Thurow dice “capitalismo”, creo que deberíamos leer “capitalismo estadounidense”, aunque hoy, en plena globalización, se ha convertido en capitalismo financiarizado. La advertencia del profesor ya es válida para el resto del planeta.
Otra personalidad del capitalismo globalizado es el financista George Soros, especulador financiero, inversionista, hoy es presidente del Soros Fund Management LLC y del Open Society Institute. Dice en su libro La crisis del capitalismo global (1998):
Está muy extendida la suposición de que la democracia y el capitalismo van de la mano. Lo cierto es que la relación es mucho más compleja. El capitalismo necesita a la democracia como contrapeso, porque el sistema capitalista por sí solo no muestra tendencia alguna hacia el equilibrio. Los dueños del capital intentan maximizar sus beneficios. Si se les dejase a su libre arbitrio, continuarían acumulando capital hasta que la situación quedase desequilibrada… El fundamentalismo del mercado pretende abolir la toma de decisiones colectivas e imponer la supremacía de los valores del mercado sobre los valores políticos y sociales… (¡Sic!)
Puede causar sorpresa que, siendo quien es, se exprese en estos términos. Podríamos concederle una capacidad de pronosticar aquello que hoy, más de veinte años después, está a la vista de cualquier ciudadano de a pie que observe el escenario internacional.
El mercado libre atenta contra la libertad del ciudadano
La consulta de importantes investigadores de prestigio internacional me permite pronunciarme con mayores certezas respecto del análisis que estamos realizando. Sus palabras nos dan ciertas garantías sobre los pasos que hemos dado acerca de un tema de tan difícil comprensión. En este caso, leamos al Doctor Ulrich Beck[3] y notaremos que percibe peligros parecidos a los señalados por los autores citados. En su libro ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas de la globalización (1997), dice:
Cuando el capitalismo global de los países más desarrollados destruye el nervio vital de la sociedad del trabajo, se resquebraja también la alianza histórica entre capitalismo, Estado asistencial y democracia… El trabajo remunerado sostiene y fundamenta constantemente no sólo la existencia privada, sino también la propia política. Y no se trata “sólo” de millones de parados, ni tampoco del Estado asistencial ni de cómo evitar la pobreza, ni de que reine la justicia. Se trata de todos y cada uno de nosotros. Se trata de la libertad política y de la democracia…
Prestemos especial atención a su advertencia: lo que está en juego es el futuro de los mismos beneficiarios del sistema. Entonces, nos encontramos tanto con las consecuencias del libre juego de las fuerzas del mercado global como con las consecuencias que provoca ese tipo de conductas fuera de todo control. Aparece una necesidad de poner un «control político sobre el mercado». El capitalismo, como sistema de producción para un mercado libre, sólo puede funcionar con un fuerte control político (el Estado). Por otra parte, y esto no debe olvidarse, el capitalismo tenderá siempre, por su propia dinámica de mercado, a la «concentración económica y la exclusión social».
Lo que debe ser situado en primer término es la «eficacia en la atención de la problemática social», porque allí radica la posibilidad de administrar una distribución más equitativa de los bienes. Los comienzos del siglo XXI, a pesar de las consecuencias de la crisis que se extendió sobre el planeta, todavía no han despejado las dudas que aparecen respecto de la estabilidad del sistema. En tierras americanas la primera década del siglo XXI auguraba la posibilidad de un camino distinto a lo ya conocido. Pero no se tuvo conciencia clara que, los poderosos del capital concentrado, no estaban dispuestos a permitir la presencia de gobiernos de un signo nacional y popular. Y desataron lo peor de sus fuerzas para coartar esas posibilidades.
Lo que todavía no
cabe en nuestras mentes es que, cuando todo parecía que el mundo comenzaba a
recorrer el camino final hacia una mayor concentración de riquezas en pocas
manos, un personaje, que no figuraba en los manuales de la política, se
presentó como un invitado no deseado. Agregó una onceava
plaga a las bíblicas diez de Egipto: el coronavirus que puso
de manifiesto ante los ojos del mundo que el sistema global financiero se está
extinguiendo enredado en sus propias cadenas. Demostró que su sistema
institucional (político-económico-ideológico) ya no es apto para reordenar y
recuperar lo que la pandemia destruye. Se esparce sobre el planeta con un
mensaje que puede sorprender a los más incautos o a los más
despiadados: Sólo la solidaridad y el apoyo mutuo está
en condiciones de abrir el camino hacia un mundo mejor.
[1] Fue una política británica que ejerció como primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, siendo la única mujer que ha ocupado este puesto en su país. Apodada «La Dama de Hierro» por la firmeza de sus ideas conservadoras que llegaron a ser conocidas como thatcherismo.
[2] Presidente de los Estados Unidos (1981-1989), implementó nuevas y osadas iniciativas políticas y económicas, las “reaganomics”, caracterizada por la desregularización del sistema financiero y por las rebajas sustanciales de impuestos al capital en 1981.
[3] Sociólogo alemán, profesor de la Universidad de Munich y de la London School of Economics. Beck estudia aspectos como la modernización, la individualización y la globalización.