49- La importancia del concepto persona Parte IV

Ricardo Vicente López

8.- El valor de las palabras

Los riesgos señalados anteriormente en las investigaciones sobre el tema del hombre, deben precavernos ante el avance excluyente de las exigencias cientificistas [[1]] de las ciencias de la Modernidad. Estas no respetan la unicidad de lo humano. Se atribuye al padre de la medicina, el griego Hipócrates (460-370 a. C.), la frase: “No existen enfermedades, existen sólo enfermos”. Lo que el sabio ya subrayaba es que respecto de lo humano, si bien reconoce la posibilidad de afirmar generalidades compartidas, en lo más esencial se debe ser respetuoso, insisto, de lo peculiar de sus aspectos únicos e irrepetibles. Por todo lo dicho hasta aquí, propongo la utilización del concepto persona, objeto central de este estudio, para hacer referencia a lo específico del ser humano. La persona, en su unicidad e irrepetibilidad [[2]], es un ser socio-histórico, perteneciente a un tiempo y a un espacio cultural que lo condiciona en su ser más íntimo.

Además, subrayar su calidad de ser libre, dueño de su vida, portador de una conciencia autorreflexiva, que lo distingue del resto de los vivientes. Es esto lo fundamental que no puede dejarse de lado, aunque se presente como un tema muy difícil de comprender. De allí mi insistencia en separar lo humano del resto de las especies vivientes, aunque sean parientes biológicos  en el proceso evolutivo. Su aparición se presentó como diversas especies homo (más de dos millones de años), de homo sapiens (más de trescientos años), homo sapiens-sapiens (más de cincuenta mil años), ofrece todavía algunos misterios que no han sido develados. El más importante, porque de allí depende la evolución posterior hacia lo que somos hoy, es el origen del lenguaje, que no tiene ninguna correlación con el resto de los antropomorfos. Es esto lo que le otorga su caracterización de persona y es la posibilidad de su espiritualidad.

La palabra persona tiene una historia interesante, que aporta a la reflexión que estamos desarrollando. Su origen etimológico en el mundo griego se le atribuye al vocablo griego prósopon, que designa la máscara con la cual el actor de teatro cubría su rostro en el escenario. En su traducción latina, la palabra adquirió la forma per sonare (para sonar, para ser oído), de donde deriva el uso actual. El teatro griego debe ser comprendido en su contexto. Estaba integrado a la vida colectiva y era, para el hombre de la polis, un diálogo permanente consigo mismo, en su calidad de ciudadano. Para el actor, interpretar es el arte de superar lo peculiar del ser personal del actor. Para esta tarea la máscara fue el artilugio mediante el cual re-presentaba en la ficción la ficción de ser otro, el personaje, recreando la realidad de conflictos sociales.

La palabra “teatro” [[3]] tiene su origen etimológico en ‘mirar’, y es el lugar para ver y para verse. Se puede comprender así la importancia que le atribuía el mundo griego. La representación constituía un momento en el cual el espectador se enriquecía mediante la mirada hacia ese otro que mostraba, resaltaba, denunciaba, las profundidades del alma. El actor, portador de la máscara, presentaba una duplicidad de quien era en su realidad personal y quien era en la ficción, mediante la máscara, pero ambos presentaban los prototipos del hombre griego. Ser hombre, entonces, era ser miembro de la polis, es la comunidad la que lo eleva en su calidad y dignidad de ser político, dentro del mundo de la cultura griega. La definición aristotélica del hombre como zoon politikón (animal político) acentúa la condición de pertenecer a un comunidad. No concibe al hombre como un ser aislado. El pertenecer  es la garantía del ser. Esto es importante para comprender como se construyó el vocablo persona (a partir del prósopon) dado que el hombre es persona en su calidad de ser entre otros, por otros y para otros.

 Las indagaciones más reconocidas sobre el concepto persona, acuerdan que su uso aparece, recién con los teólogos de los primeros siglos de esta era. El origen de este interés se presentó en los debates acerca de la necesidad de definir y comprender la relación entre «la naturaleza» y «lo humano” en la persona de Jesús de Nazaret. Es muy importante señalar que la tradición hebrea centra la atención más en la historia que en la naturaleza. El «hombre» fue pensado en su condición de ser un elemento más de la naturaleza (hecho de barro), pero que se convierte (por el soplo espiritual, por la espiritualidad de ser vida compartida) en un ser distinto de los demás seres vivos. Esto aparece claro en el relato mítico del libro del Génesis. Esta diferencia se percibe a través de la llamada que Dios le hace en su Palabra y en la historia, ante la cual el hombre es libre para responder. Dios interpela al hombre hebreo y dialoga con él, en una relación entre un yo y un Otro.

9.- El hombre hebreo no se divide en cuerpo y espíritu

Un aspecto muy poco estudiado (olvidado, ocultado) por la historiografía académica —y aquí ocultar no significa necesariamente mala intención, sino un resultado— es el importantísimo aporte que la tradición cultural hebrea, más aún la semita, que ha realizado en la conformación de la síntesis de la Modernidad Occidental. Sería muy largo e inoportuno introducirme ahora en este tema, pero baste una pequeña mención.

Los valores del humanismo renacentista y los que la Revolución francesa enarboló, no tienen origen en la vertiente greco-romana. Es en la tradición hebrea y, fundamentalmente, en la prédica del profeta judío de Nazaret, donde se pueden encontrar los momentos originales de la proclamación de las tres banderas de la Revolución francesa: la igualdad de los hombres en una sociedad esclavista, incluida la mujer (la parábola de la mujer adúltera), en una sociedad patriarcal; la solidaridad con los pobres y excluidos; la fraternidad  entre los hombres (ama al prójimo como a ti mismo); la denuncia de la explotación de los poderosos, («Les aseguro que difícilmente un rico entrará en el Reino de los Cielos»), etc. Todo ello a partir de dos valores fundamentales, no enunciados filosóficamente, sino como sostén de las prácticas sociales y políticas: el amor del ágape [[4]] y la justicia. Estos temas nos remiten a la necesidad de revisar la concepción de hombre que de allí heredamos.

Toda la Creación, según los sabios rabinos que redactaron el Libro del Génesis, no tiene otro fin que el ser humano: ése es el único propósito de Yahvé y para él hizo todo. Muestra, además, un enfoque monista: el hombre hebreo  no se lo piensa dividido en cuerpo y espíritu, como en la cultura helena, sobre todo en el platonismo, sino que es como unidad: “un alma viviente”. El dualismo agustino [[5]] que, con el tiempo acabará dando lugar a la separación cartesiana entre cuerpo y mente (la Razón del Yo pienso), es de origen platónico, no de origen hebreo. Es la influencia de la cultura heleno-romana en los primeros siglos de nuestra era.

La primera palabra con la cual se  define al hombre genéricamente, en el Génesis, es adam, «hombre» (es decir= «hecho de tierra»). Con este vocablo se hace mención a la materia con la cual fue hecho el hombre, al cual se insufló el rúaj, que indica el aliento divino. Se puede entender como: fue extraído de la naturaleza y pertenece a ella, pero es una creación especial, privilegiada de Yahvé. Lo humano, según el aporte de esta tradición, es una unidad  de difícil definición que involucra a Dios, al cosmos y a la naturaleza y que adquiere presencia como tal a partir del lenguaje: el vocablo persona, creado en los primeros siglos de nuestra era, como ya vimos.

La dualidad griega, en cambio, generó la idea de la separación entre soma (cuerpo) y psique (alma), que se unen en el hombre como dos sustancias separadas. Aparece en Agustín de Hipona (354-430), que la hereda de Platón (428-347 a. C). Sobre esta herencia se debate la concepción del hombre que hoy se encuentra tanto en las ciencias sociales como en la medicina y la psicología.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, a lo que se debe agregar la investigación paleontológica y arqueológica, podemos atrevernos a definir lo humano como un resultado último de la evolución del género homo, cuyo probable comienzo (algo ya quedó dicho), el homo sapiens-sapiens, se ubica en el momento de la aparición del lenguaje (de fecha imprecisa) [[6]]. Esta definición hace de la comunicabilidad un rasgo específicamente humano, sobre todo cuando alcanza la complejidad conceptual. Pelayo García Sierra [[7]], en su Diccionario Filosófico, sostiene:

Persona humana añade algo no sólo a «persona» sino también a «humano». El hombre recibe una determinación importante cuando se le considera como persona así como la persona recibe una determinación no menos importante cuando se la considera como humana. Por tanto, no es lo mismo hombre que persona, como tampoco es lo mismo hombre que ciudadano. «Hombre» es un término más genérico o indeterminado, que linda con el «mundo zoológico»; «persona» es un término más específico que tiene que ver con el «mundo civilizado» o, si se prefiere, con la constelación de los valores morales, éticos o jurídicos propios de este mundo. La misma etimología de la palabra persona demuestra que es un concepto sobreañadido al concepto de hombre (…) No decimos que los hombres actuales puedan no ser personas; decimos que cabe un concepto de hombre al margen del concepto de persona.


[1] El cientificismo es la postura que afirma la aplicabilidad universal del método y el enfoque científico, y que propone la ciencia empírica como la cosmovisión más acreditada del conocimiento humano, con la exclusión de otros puntos de vista.​

[2] Debemos recordar que el descubrimiento de las huellas dactilares y, tiempo después, de la composición genética, despejó toda duda respecto a ello.

[3] Del latín teatrum ‘lugar de representación’ y este del griego théatron, derivado de theâsthai ‘mirar, contemplar’.

[4]  Es el término griego para describir un tipo de amor incondicional y reflexivo, en el que el que ama tiene en cuenta sólo el bien del ser amado. Algunos filósofos griegos del tiempo de Platón emplearon el término para designar ese tipo de amor en contraposición al amor personal. Es amor universal, entendido como amor a la verdad, a la justicia o a la humanidad.

[5] Todo lo que se refiere a san Agustín (354-430).

[6] Sobre el tema se puede consultar mi trabajo El hombre originario, Primera-parte en la página  www.ricardovicentelopez.com.ar.

[7] Filósofo español, Licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, intervino desde su inicio en la puesta en marcha de la Fundación Gustavo Bueno, de la que ha sido coordinador de cursos.