El profesor Bernat Riutort Serra, de la Universitat de les Illes Balears, analiza lo que él llama La gran dimensión de la súper-crisis financiera desencadenada por la falta de pago de las hipotecas subprime en los Estados Unidos. Define, como muchos otros economistas, a esta crisis como muy grave, sólo comparable a la crisis del veintinueve de Wall Street. Afirma que, a pesar de no ser una consecuencia buscada, se ha convertido en una crisis de la economía real, de alcance mundial, dado sus muy graves repercusiones económicas, sociales y políticas. Pero, no debe perderse de vista que este es el resultado de un largo proceso:
«El poder del gran capital financiero y corporativo de los centros del capitalismo creció en el curso de las tres últimas décadas con cada uno de los avances de la transnacionalización, de la desregulación, de la liberalización, de la privatización y de la re-mercantilización, incrementando en su favor el desarrollo y la institucionalización de los derechos de la gran propiedad de los capitales, mientras; 1) disminuía el poder de las empresas medianas y pequeñas de la economía real, colocadas a la defensiva ante la intromisión y el alcance de las dinámicas impuestas por la financiarización y la globalización de la economía; 2) se reducía, en mayor medida, el poder de la ciudadanía que sufría, desorientada y a la defensiva, la sustracción de la capacidad democrática de los estados de tomar decisiones en los ámbitos económicos y sociales y, en particular; 3) se desmontaba de manera sistemática el poder de la gran mayoría de los asalariados, socavando los pactos sociales sobre los que se había institucionalizado su inclusión social y política a partir de la última posguerra mundial, mientras se recortaban sistemáticamente los derechos sociales».
Por lo que vemos, ante la crisis los centros del poder financiero intentaron protegerse de las pérdidas y cubrirse en la medida de lo posible. No todos lo lograron, hubo ganadores y perdedores. El ex -candidato presidencial demócrata [EEUU], John Edwards , habla de «la existencia de “dos Américas”, una, la de los ciudadanos del común y, otra, la de las grandes corporaciones. Cada vez la distancia entre ellas dos es más grande y sus intereses más contradictorios». Edwards denunció que «hay 37 millones de pobres y que es peor la desigualdad; el 40% del crecimiento del ingreso en las décadas del 80 y del 90 fue a parar a manos del 1% de la población más rica y que los 300.000 individuos millonarios superan en riqueza a la suma de los 150 millones más pobres, como también que apenas el 30% de los ciudadanos creen que la próxima generación vivirá mejor». Reconoce que la desigualdad en el ingreso tiene su peor nivel desde 1928 y, así mismo, que si todos los americanos participaran en la misma proporción en la distribución de la riqueza como hace 30 años, las familias del 80% de menores ingresos podrían haber ganado 7.000 dólares más por año. El economista Paul Krugman, afirma que: «En la realidad, para el 90% de los hogares el ingreso permanece estancado. Todos ellos están conectados además con la globalización en la cual los grandes perdedores han sido los sectores de bajos salarios y los ganadores los que perciben las más altas remuneraciones».
El Dr. Chalmers Ashby Johnson, escritor estadounidense, profesor emérito de la Universidad de California tiene una mirada más pesimista del futuro de la globalización, sobre todo del estado financiero de los EEUU. Se refiere a ello en un artículo cuyo título lo dice todo: Yendo a la bancarrota. En él declara que «la deuda pública estadounidense es «insostenible»: 9,81 millones de millones de dólares, más del 75% del PIB, incrementada en un 45% desde enero de 2001 cuando George W Bush asumió». Johnson argumenta que el desplazamiento de la industria norteamericana a los nuevos «talleres del mundo», como China, no sólo obedece a un modelo económico global sino a una política de Estado -incubada durante décadas-. «Se fue desechando la producción de bienes en general a fin de adoptar «un militarismo keynesiano» consistente en especializarse en las industrias de seguridad y defensa, financiadas con presupuesto público. Ese rubro supera los 650.000 millones de dólares anuales, que es más de la mitad del total del gasto militar de los 10 primeros países en ese campo. Entre 1940 y 1996, sumó al menos 5,8 millones de millones». Johnson asegura que «en 1990 el valor de las armas, del equipo y de las factorías dedicadas al Departamento de Defensa era el 83% del valor de todas las plantas y equipo industriales. Es decir, una economía orientada con tal dirección no podrá solventar su déficit; los rendimientos iniciales que ese modelo aporta al aparato productivo con el tiempo van decreciendo». La seriedad del denunciante hace que se lea esto con mucha preocupación.