¿Cómo se han colocado dentro de este escenario los poderosos del dinero? La reacción puesta en práctica de inmediato desde dicho bloque dirigente partió de su muy favorable posición de poder, dada la correlación de fuerzas fraguada en las pasadas tres décadas. El método fue sencillo, aunque no por ello menos terrible: implementaron, como respuesta, una inmensa transferencia de deuda desde el sector privado del gran capital financiero al sector público, que cargaba con ella, con el fin de suturar la incontenible hemorragia de pérdidas en el valor de los activos. Es decir, arbitraron y realizaron de inmediato una vasta operación de “socialización de las pérdidas” para después, en la recuperación volver a “privatizar las ganancias”, el viejo truco de los bancos. El profesor Riutort Serra le pone un tono serio al tema:
«Este sistema ha tocado fondo. Depurar el endeudamiento acumulado en los países centrales costará mucho tiempo. Además, la desigualdad existente entre las fracciones y las categorías de las clases altas y las grandes mayorías, en especial de asalariados, ha adquirido tal dimensión que el consumo de masas no se relanzará si no se invierte la tendencia a la desigualdad. Lo que contraviene la posición de poder y los fines ya logrados por el bloque dominante, a los que su voluntad manifiesta no se muestra dispuesta a renunciar».
El historiador y politólogo belga Eric Toussaint sintetiza lo sucedido de este modo:
«En resumen, la gran transformación que comenzó en los años ochenta, continuación de la ofensiva lanzada por el capital contra el trabajo, suponía un crecimiento económico cuyos resultados estaban repartidos de manera cada vez más desigual. El crecimiento estaba apoyado en el consumo sostenido por una acumulación de deudas en el marco de una financiarización creciente de la economía. Más tarde o más temprano, este modelo de acumulación debía entrar en crisis cuando el eslabón más débil de la cadena cediera (el mercado de las subprime). Y eso sucedió a mediados del 2007. Lejos de ser un accidente económico o la consecuencia de las fechorías de algunos, se trata de la continuación natural de la lógica que prevalece en el sistema capitalista».
Agrego a ello cómo ve esta etapa el economista Michel Husson, miembro del Instituto de Estudios Económicos y Sociales francés:
«Los mercados financieros no son un parásito en un cuerpo sano. Se alimentan del beneficio no invertido pero, con el tiempo, adquieren un grado de autonomía que refuerza este mecanismo. Los capitales libres circulan a la búsqueda de una rentabilidad máxima (la famosa norma del 15%) y logran, al menos temporalmente, obtenerla en ciertos segmentos. Los propios bancos captan una parte creciente de los beneficios. Esta competencia por un rendimiento mayor eleva la norma de rentabilidad y rarifica un poco más los lugares de inversión juzgados rentables, desprendiendo así nuevos capitales libres que a su vez partirán a la búsqueda de una rentabilidad financiera aún mayor. Este círculo vicioso se basa, una vez más, en un reparto de las rentas desfavorable a los trabajadores y al reconocimiento de sus necesidades sociales».
La repartición desigual de la riqueza fue un objetivo fijado en la década de los setenta, como ya vimos, y una revancha a la pérdida de poder que la economía concentrada había padecido después de la posguerra. Las dificultades que comenzaba a presentar la obtención de utilidades en el mercado de producción de bienes, en parte por las conquistas laborales y sociales, debían ser compensadas por cualquier medio. El profesor de la Universidad de Buenos Aires, Mario Rapoport, economista e historiador, nos orienta en este sentido:
«Bajo el predominio neoliberal, el Estado se desentendía de cualquier acción destinada a paliar las desigualdades sociales generadas por el mercado, e incluso las acentuaba a través de la legislación laboral y de políticas que fomentaban el desempleo. Tenía, sin embargo, una activa participación en la desregulación de las actividades financieras, la apertura externa, la venta de activos públicos y el sostenimiento de un “cepo” cambiario. En este último caso se trataba, paradójicamente, de un tipo de cambio fijo, para el que la libertad de mercado no funcionaba, aunque ayudaba a garantizar la entrada de capitales externos y su tasa de rentabilidad posibilitando, luego, su posterior fuga. Más aún, si nos remontamos hacia atrás, la prédica de un Estado presuntamente imparcial, con escasa o nula intervención en la actividad económica, queda desenmascarada cuando se observa que la implantación de los modelos neoliberales es precedida y acompañada en América latina por el terrorismo de Estado, como en Chile, en 1973, y en Argentina, en 1976. El discurso que promovía la retirada del Estado de la esfera económico-social no impedía, en nuestro país, llevar adelante la contención del salario nominal, la disolución de la CGT, la supresión de actividades gremiales y la reforma a la Ley de Contratos de Trabajo».
Se entiende entonces que el Estado no fue un enemigo del mercado como los liberales afirman desde una doctrina del siglo XIX ya caduca. Por el contrario, fue la garantía en la aplicación de las políticas neoliberales.