Después de lo acontecido en la ciudad de Buenos Aires, que por efecto de la escasez de Memorex llegó al Gobierno un determinado personaje, debemos preguntarnos seriamente sobre un tema muy difícil: ¿Cómo distribuye Dios (o la Naturaleza, o la Diosa Razón, o aquel a quien guste atribuir el problema) la inteligencia? A partir de allí volver a preguntarnos si en realidad el problema radica en la inteligencia o en algún otro rincón del alma (perdóneseme el arcaísmo, el problema mío es el tiempo… el tiempo que hace que nací). Volvamos a la inteligencia. Alguien, hace ya tiempo, dijo que la inteligencia era lo mejor repartido, dado que no conocía a muchos que se quejaran de lo poco que le había tocado. Por lo que concluía que se debía haber hecho un reparto democrático (si es que puede ser democrático un reparto de un bien tan escaso).
Estoy adivinando una chispita de agudeza en sus ojos que intenta deslizar la sospecha de que soy un filmusista (¿se dirá así?). Pues bien, no lo soy. Sólo pretendo comprender la historia, y esto ya es suficientemente difícil para el pasado ¿qué le cuento con los hechos tan recientes? Pero, como porteño arrojado a la barbarie del interior, después de tantos años aquerenciado, no puedo dejar de sentir ciertas “nostalgias por los años que han pasado”, y el corazón me reclama explicaciones. Allá voy.
Tal vez, el tema radique en una simple diferenciación entre tener inteligencia o estar politizado. Encuentro aquí una distinción útil. La inteligencia es, por lo menos, un mecanismo de análisis que parte de una simplificación del problema, un desarme de las partes componentes, para luego encontrar alguna solución. ¿Quién de chico no desarmó un juguete y no pudo volver a armarlo? Esto podría ir señalando que la inteligencia no alcanza para encontrar una respuesta al problema planteado. Y si el problema de que se trata es de naturaleza política, como se dice ahora: se complica. De allí se podría descartar el tema de la inteligencia y recurrir a otro más sencillo pero no más fácil: la memoria.
Los tiempos que corren, posmodernos (para usar una palabra a la mano que no dice nada pero suena a intelectual) se aferran a la liviandad de “vivir el presente inmediato”, por lo que se desecha todo pensamiento que pretenda plantear una continuidad con el pasado o se arroje a la temeridad de lanzarse hacia el futuro. (¿Se acuerda de aquellos en que se hablaba de la estrategia? Palabra arrojada al desván de los recuerdos). Ese modo de vivir perpetuamente en el presente ha transformado la profesión de historiador en la de fotógrafo. Todo se reduce a la instantaneidad.
Por ello debemos olvidar a Heródoto y colocar en su lugar a esos fotógrafos de plaza (si es que existen todavía). La verdad no radica en el proceso que da lugar a un resultado, éste borra todo su recorrido y se convierte en un ente metafísico que aparece de pronto y “es lo que es” (perdón Aristóteles). Los hermanos Lumiere estaban locos de contentos por haber transformado la incipiente fotografía en una sucesión que daba movimiento y se convertía en cine. Pues bien, el cine ha muerto, se acabó la historia. ¿Será esta la respuesta? Por las dudas, voy a volver a pensarlo.