Debo confesar que estoy muy confundido. Y creo que la causa mayor radica en que fui un joven en los sesenta y setenta. Ese pasado, que se desarrolló entre emociones intensas, baños de cultura popular y pasiones encendidas, tuve que someterlo al enfriamiento de los ochenta y a la globalización de los noventa. Me convertí entonces en un hombre centrado, racional, analítico, es decir, en un intelectual de la época. Ya no creí que el mundo se podía cambiar, acepté no sin cierto dolor que la historia había terminado, que habíamos llegado a esa meseta que los tiempos habían preparado como final de una larga ascensión. El capitalismo, con su mecanismo de mercado abierto, estaba preparado para resolver todos los detalles que faltaran para un perfecto funcionamiento y la democracia liberal, con sus partidos representativos, le darían el marco legal necesario.
En fin, la racionalidad había tomado el comando del mundo y éste estaba ya colocado sobre los rieles de un cómodo, tranquilo y placentero camino, sin sobresaltos. Me dije: la verdad está en los libros, en los congresos, en las academias. Debía enterrar definitivamente aquellos rescoldos de viejas ilusiones que todavía pretendían chisporrotear en el fondo de mi conciencia. Hasta allí estaba todo claro.
Pero resulta que leo el diario y veo la televisión y me encuentro a un dirigente que reunía todos los atributos para que se ganara mi respeto y mi admiración, un hombre que reunía en sí todos los atributos que lo hacían merecedor de mi envidia: serio, inteligente, atildado, mesurado, moderado en sus apreciaciones, ponderado en sus juicios, fue parte de una ceremonia que puso mi cabeza en descomposición.
Me cuesta decirlo, pero debo afrontar este duro trance para mí: el Doctor Lavagna, rodeado de indígenas vestidos a la usanza quichua, le rindió culto a la Pachamama. “Le ofrendó cigarrillos, alcohol, sahumerios y (escuchen bien) hojas de coca”. Y todo ello “para pedirle protección y hacerle promesas”. Pronunciando estas palabras: “Madre Tierra, que el maíz que estoy vertiendo sea el anuncio de que ningún argentino pase hambre”. ¿Cómo entender que recurra al “pensamiento mágico” como programa de campaña? Si lo necesita, por si gana la presidencia, que mal veo a nuestra patria.
Entonces, se comprenderá cómo me siento. ¿Hemos vuelto a los viejos tiempos en los que imperaba la irracionalidad o es que la posmodernidad todo lo permite? Si rinde culto con toda convicción, este hombre ya no es el que era. Si lo hace sólo como un golpe publicitario, tampoco es el que prometía. “Me he vuelto pa’ mirar y el pasao me ha hecho reír, las cosas que he soñao, me cache en die qué gil”.