Después de haber pensado que tipo de lectura me sería útil para comenzar a entender un poco de economía, habiendo comprobado que los especialista de hoy hablan en una jerigonza incomprensible, pregunté a un viejo profesor. Esta hombre, con una sonrisa bonachona ante la confesión de mis cuitas, me recomendó una perogrullada: comience por el principio. Debo confesar que, con no poca vergüenza, me vi obligado a volver a preguntar: cuál es el principio. Entonces se levantó, fue a su biblioteca y me entregó un grueso volumen cuyo título era “Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”, escrito en 1776 por Adam Smith.
No podía salir de mi sorpresa por lo grande y por lo antiguo del libro, pero una vez planteada mi situación y habiendo encontrado una sabia respuesta no podía retroceder. Así que me dediqué un tiempo a su lectura. Por ello quiero compartir lo que fui comprendiendo. Debo decir que aprendí que este señor no fue un economista, tal como se entiende esto hoy, era un escocés profesor de filosofía moral y rector de la Universidad de Glasgow. Por lo tanto sus preocupaciones intelectuales fueron de orden moral. Pero, siendo testigo directo de los cambios que estaba produciendo la Revolución industrial, comenzó a estudiar economía leyendo a las figuras más representativa de su época. El resultado de estos estudios quedó plasmado en el libro que estoy leyendo. Debo decir que aprendí que antes había escrito “La teoría de los sentimientos morales” donde sostiene la necesidad de la «simpatía» entre los ciudadanos para el buen funcionamiento de la sociedad.
La Revolución industrial despertó su admiración por los avances que produjo como proceso civilizatorio que camina hacia la «armonía universal», que incluía el «cosmos y sus leyes naturales» además de las leyes que rigen la naturaleza humana y la sociedad a través de «la mano invisible». Esta mano, que era una metáfora de las leyes de la Providencia, gobernaba las acciones de los hombres sin que éstos lo percibieran, dado que sus designios escapan al conocimiento humano. El mundo de lo cotidiano que es un «mundo armónico», se presenta ante los hombres como un mundo aparentemente caótico. Sin embargo, está ordenado por la «mano invisible, es decir Dios. Este Dios actúa en «el tribunal interno» de nuestra conciencia con reglas de moralidad que permiten «sujetar la fuerza de la pasión» y en especial «el amor propio», despertando el sentido del deber en los hombres.
La moral que rige los actos de los hombres se manifiestan como reglas generales «del sentido del deber y de las virtudes, que ordenan las pasiones morales positivamente y las restantes negativamente, restringiéndolas hacia la concordancia con el movimiento uniforme y armonioso del sistema». Así veía Smith al sistema del capitalismo industrial naciente. Para que este sistema funcione correctamente debe sustentarse en «la división del trabajo, la propiedad y el cumplimiento de los contratos, que por ello mismo hay que garantizar por medio de la institución mercado, bajo el ejercicio del poder del Estado».
Por ello las reglas generales de la ética, que había estudiado primero, se transforman después en las leyes del mercado, o de la economía capitalista. De allí se deriva la necesidad de la «división del trabajo» por la cual cada ciudadano se ocupará de producir lo que mejor sepa hacer y que le garantice la mayor utilidad, acompañado por la necesidad de «fijar la propiedad» (unos son propietarios del dinero y otros lo son del trabajo). Así los poseedores de dichos productos diferentes pueden cambiar lo que producen por lo que necesitan. La ética, que ahora es mirada como regla desde el mercado, obliga al cumplimiento del deber que se desprende de la «división del trabajo», cada uno debe hacer lo que le corresponde, puesto que de no hacerlo no se dispondría de bienes para el cambio.