Los últimos doscientos años de historia de las ideas políticas nos han acostumbrado a pensar al ciudadano como un sujeto de derechos, y se ha olvidado que es también, necesariamente un sujeto con obligaciones. Debemos señalar que la historia del sujeto de derechos nace en el liberalismo como una reacción contra la monarquía absoluta, por sus arbitrariedades. Esta defensa del ciudadano frente al avance del estado dio lugar a grandes debates que fueron sentando doctrina, cuyo resultado fue el enunciado de los derechos constitucionales. Cumplida esa primera etapa, en la cual el estado se fue reduciendo en sus funciones cediéndole el terreno al mercado, hubo necesidad de salir al cruce de la desprotección en que quedaba el ciudadano librado a la suerte de las leyes de ese mercado. Las prescripciones constitucionales y la ley de la oferta y la demanda se mueven en distintos planos.
La crisis de la década del treinta, mostró más crudamente que el problema a enfrentar no era ya la de un Estado avasallante, sino las fluctuaciones económicas. En ese entonces la ceguera del mercado había precipitado la economía por un tobogán. La solución se encontró por la vía de un estado protector que garantizara ciertas reglas y servicios básicos. A partir de allí una corriente de ideas, que fue ganando mucho apoyo, se centró en la necesidad de la existencia de ese estado como condición de la democracia moderna. Aquel ciudadano desprotegido que creyó encontrar en la defensa de sus derechos la garantía de una vida estable, experimentó después que no bastaban los derechos cuando el mercado los borraba en la práctica. Siente ahora, entonces, que el estado será la barrera contra los abusos.
Esto creó la conciencia de esperar que el Estado lo resuelva todo. Al mismo tiempo produjo un desentenderse de los mecanismos en que se debatían la relación entre estado y mercado. También posibilitó la aparición del político como profesional especializado depositario de esas funciones. La tarea política, base de la existencia de la ciudadanía como tal, se fue alejando del ámbito del ciudadano para quedar encerrada en los partidos políticos y en la participación de éstos en las funciones de gobierno. La democracia representativa fue deviniendo sólo democracia electiva. El ciudadano como sujeto político se recluyó en su función de elector, renunció a ser el custodio de la política para garantía del respeto ciudadano.
El último paso de esta historia se da en los ochenta, cuando una corriente de ideas, el neoliberalismo (que tenía de «neo» el abandonar las viejas banderas liberales en pos de un servilismo económico) comienza un ataque contra el Estado protector. Se desmorona la barrera de contención de los derechos del ciudadano y el mercado se convierte en el tribunal superior, sin posibilidad de apelaciones. Se vuelve dos siglos para atrás, con el agravante de que la política ha caído en el descrédito ante el ciudadano, en parte por el olvido de los políticos de su función representativa. Aparece, entonces, la necesidad de cubrir ese enorme espacio vacío con formas de organización de los ciudadanos, que habiendo experimentado los fracasos anteriores, decidan tomar, paulatinamente, en sus propias manos el poder de decisión sobre los destinos comunes.
El parlamento europeo define: «El voluntariado social acaba entendiéndose como un servicio gratuito y desinteresado que nace de la triple conquista de la ciudadanía: como un ejercicio de la autonomía individual, de la participación social y de la solidaridad para con los últimos». Esta red social distribuye el poder en la sociedad de un modo que reafirma el pluralismo político y salvaguarda las libertades de los ciudadanos. Las asociaciones de voluntarios actúan como intermediarias entre el Estado y la ciudadanía, ofreciendo un canal para la participación ciudadana. Ambos papeles (distribución del poder, promoción de la participación) hacen de dichas asociaciones uno de los mejores ejemplos del «principio de subsidiariedad».
La necesidad de una ciudadanía más amplia e inclusiva no es simplemente algo práctico. Implica un debate ideológico y político, al tiempo que un compromiso personal y una asunción de riesgos. En la búsqueda de una justicia comunitaria, se ha de implicar no sólo el/la voluntario/a, sino también su organización. La red de asociaciones de voluntarios tiene el irrenunciable deber de reflejar estas experiencias concretas, transmitirlas a la sociedad y pedir las medidas sociales y jurídicas que respondan a las necesidades de los más desfavorecidos. La acción voluntaria, si quiere ser ética, no sólo ha de caminar con las víctimas, sino que ha de tener a su favor la convicción de la necesidad de cambio. En nuestra sociedad, el compromiso con la justicia social es la piedra de toque de la credibilidad, tanto de las personas voluntarias como de sus instituciones.