Llegamos a los noventa, década en la que hemos vivido la dulce ilusión de haber abandonado nuestra condición, tan desvalorizada, de habitantes del Tercer Mundo, de la Periferia, de las zonas marginales: habíamos ingresado por fin al Primer Mundo. Se abría una época en la que podíamos sentirnos seres iguales a los que gastaban comprándose todo, no importaba para que sirviera, lo fundamental es que era nuevo. Logramos que en Miami nos conocieran por el triste sobrenombre de “déme dos”. Habíamos llegado al tan soñado consumo de ellos. Claro, ellos eran los estadounidenses; los europeos todavía no se habían globalizado del todo y conservaban un cierto pudor en hacer ostentación de lo que compraban. En cambio nosotros tuvimos el “orgullo” de poder adoptar los hábitos del consumidor de clase media del norte.
Estos nosotros éramos sólo una parte de los argentinos, había otra parte que miraba envidiosa, y otra pequeña que miraba horrorizada. La salida de las crisis sucesivas que habíamos padecido en los ochenta nos colocó en esa década ante la ilusión de comenzar a transitar el camino de la riqueza. Para completar esa sensación dejamos de hablar, comprar y vender en pesos argentinos para hacerlo en dólares estadounidenses. Dado que un peso era igual a un dólar, por qué hablar de pesos si se podía hablar de dólares, daba una idea de mayor solidez. Sin duda, Homero Simpson se había convertido en un ídolo. La mirada hacia él perdía el tono crítico que le daban sus autores y, aun riéndonos de él, nos parecíamos cada vez más.
Sea lo que fuere, dentro de ese contexto de aparente crisis superada definitivamente, un ministro -y ¡qué ministro!- nos prometía una estabilidad medida por décadas futuras. Esa fue la década del “uno a uno”. Entonces se pudo volver a soñar, pero ya no con un futuro más justo, sino con un futuro de más cosas: electrodomésticos, cambios periódicos de coche o de casa, de viajes al exterior, claro está a donde se pudiera comprar barato. En una canción de rock decía un joven iracundo: “El futuro que vos me prometés es una tarjeta de crédito”. Los jóvenes noventistas vieron todo ello y comprendieron de qué hablábamos, qué clase de sueños eran los nuestros, qué tipo de ideas poblaban nuestras mentes, qué tabla de valores gobernaba nuestra conducta.
Después llegó lo doloroso. Hacerse cargo del repentino descubrimiento de la diferencia existente entre soñar, desear, imaginar, por una parte, y gestionar, negociar, armonizar intereses en conflicto y descubrir que no hay recursos para todo y todos. Todo ello hizo que cambien rápidamente las imágenes que se tenía de cómo era la realidad. El sueño primermundista se precipitó a tierra abruptamente. El golpe fue tremendo, desarticuló el conjunto de ideas, de proyectos, de deseos posibles. En poco tiempo todo se desmoronó y emergió, una vez más, la vieja y temida crisis, “que no estaba muerta, andaba de parranda”. Pero esta crisis tenía aspecto de ser terminal. Y la salida de ella apareció por Ezeiza. Si este no era el primer mundo debíamos entonces ir para el verdadero. Los sueños se trasladaron a otras tierras.
Dos nuevos habitantes de nuestro imaginario se presentan en escena, y van a conformar las nuevas identidades: el Desencanto y la Decepción. Si bien cada uno de ellos baila al compás del otro, porque son diferentes expresiones de un mismo proceso, existen diferencias entre ellos. Pero lo que sí se puede decir es que se posesionaron de la conciencia de gran parte de nosotros y se reflejó en la de los jóvenes.