La Comunidad europea requirió de largas negociaciones para su conformación. Allí emergieron necesidades de acuerdos que sobrepusieron el interés económico por encima de los viejos ideales. Para el logro de ello se apeló a la desmovilización de los grupos sociales que demandaban el cumplimiento de las viejas promesas, porque la lógica del pacto entre núcleos dirigentes exigía un público más dócil. Debía acallarse a todos aquellos que pudieran perturbar este proceso. Nuestros dirigentes políticos agitaron durante bastante tiempo el modelo del Pacto de la Moncloa, ocultando que ese pacto suponía el enterramiento y el olvido del pasado franquista y sus horrores. Entre nosotros los ochenta y los noventa se desarrollaron bajo ese manto, con las peculiaridades entre socialdemócratas y menemistas.
El desencanto viene, entonces, provocado por el reconocimiento de que todo lo que se había dado en los setenta como una dinámica de participación, presión y movilización se había convertido rápidamente en molesto, superfluo, delirante o “poco realista”. Los piqueteros perturban el tránsito. Dividió nuestra sociedad entre los que no se resignaban a la renuncia y los se veían empujados u obligados a hacerlo por parte de quienes, hasta hacía muy poco, habían compartido el mismo lenguaje. Si bien este desencanto no afectaba a todos, golpeó fuertemente en las expectativas del conjunto: tanto en los que no se resignaban como en los que defendían ese realismo político.
Pero todo ello dio por resultado un descreimiento creciente en las posibilidades de construir un futuro diferente. La consecuencia se fue haciendo sentir paulatinamente como un sentimiento de distanciamiento y desinterés hacia las posibilidades de incidir en la vida política y social. Estos sentimientos que distanciaban provocaban una frustración e impotencia respecto del futuro. Sin embargo el resultado fue dual, puesto que para un sector de la sociedad parecía que se recuperaba el camino de la cordura y la sensatez. Estos encontraban en los medios de información el sustento de sus ideas.
Todo este proceso, contradictorio, friccionado, convulso por momentos, también confuso, al tiempo que producía desencanto y depresión social, permitía a otros sacar buenas diferencias a través de negocios oscuros, inconfesables, o simplemente aprovechando la falta de controles o los intersticios legales que se los posibilitaban. Éstos se fueron convirtiendo en los “vivos”, los “exitosos”, los modelos a imitar y la pantalla de televisión los mostró profusamente, mientras muchos de nosotros aplaudían.
Debo decir, una vez más, siempre los jóvenes nos están mirando y aprenden mucho más de lo que hacemos que de lo que decimos. Lo que me parece más grave es que paralelamente a todo ello, nosotros los adultos fuimos aceptando y compartiendo un modelo de joven muy publicitado. Y nosotros los adultos quisimos participar también de ese modelo de ser joven y nos travestimos en jóvenes sin importar la edad que tuviéramos. Ser joven se reducía entonces a un modo de vestir, de lucir, de peinarse, de hablar, de frecuentar los lugares que la moda imponía. Aparecieron en escena lo que lo jóvenes llamaron los “pendeviejos”, tristes caricaturas, mascaritas de carnaval, que desplazaban a los jóvenes de sus espacios sociales porque querían vivir como ellos y con ellos.
Enfrentamos entonces la paradoja, más o menos inconscientemente, de participar de la extraña situación que hablaba de que ya sabíamos qué tenían que ser los jóvenes, pero en la práctica no se sabía como podían serlo. Nosotros los adultos pontificábamos al respecto desde nuestra sabiduría de gente mayor cuando nos vestíamos y vivíamos pretendidamente como jóvenes. Los jóvenes han terminado siendo el resultado de tal impostura.