Entonces los jóvenes nos oyen hablar de la importancia del trabajo, porque el trabajo dignifica a la persona, que el trabajo templa el carácter, disciplina la conducta. El no trabajar posibilita la aparición de todos los vicios, los malos hábitos, las malas compañías, etc. Ellos no se molestan en contestarnos porque es tan obvio que trabajo hay, lo que no hay es quien lo pague. Es decir, salta a la vista la cantidad de cosas que sería necesario hacer, pero al mismo tiempo es muy claro que no aparece quien se encargue de remunerar esas tareas. Parte de ellas requeriría una menor voracidad de los empresarios, otra parte sólo sería posible de realizar con apoyo estatal, dado que se refieren a tareas sociales de diversos niveles y especialidades: cuidado de enfermos, acompañamiento de ancianos, apoyo al estudio de niños y adolescentes, esparcimiento para niños, etc., etc.
El mundo que los jóvenes deben enfrentar, que es gran parte el que nosotros ayudamos a construir, coloca en primer lugar el mayor lucro posible para las empresas, por tal razón, en la medida de lo posible y rentable, reemplaza la mano de obra por la máquina. Este modelo arroja la siguiente consecuencia: cada vez hay menos puestos de trabajo para una población que crece y que aporta al mercado laboral cientos de miles de jóvenes que son rechazados. Por ello el joven trabajador, modelo de otras épocas, se ha convertido en una muestra obsoleta. Siendo así, los jóvenes dejaron de ser los actores del trabajo.
El sistema les encontró una ubicación social: para aquellos que daban el perfil les ofrecieron ser los protagonistas de la publicidad. Solamente tenían un protagonismo positivo en el mundo de las revistas o de la televisión. Debían ser una referencia idealizada para los que no lo eran, un modelo a imitar. Los jóvenes no podían tener otro protagonismo. Los publicistas, ahora, no sólo nos anunciaban que había llegado la primavera, también nos decían qué importante era ser joven. Se podría decir que el joven estaba condenado a ser joven. Esta condición envidiable se convertía a su vez en un modelo a imitar para todos aquellos que se sintieran en tal situación y desearan sumarse a esta condena.
La desocupación se fue convirtiendo lentamente en un estado social estructural. Ser un desocupado pasó a ser una clase social, por lo que culturalmente se fue convirtiendo en un horizonte psicológico. Los especialistas estudiosos de la economía nos quisieron explicar que si bien era evidente que se estaba dando una destrucción sistemática de puestos de trabajo, al mismo tiempo aparecían otros puestos creados por las empresas de servicios. Y esto circuló como una verdad dogmática algún tiempo, hasta que se demostró la liviandad de ese planteo. Se acusaba a los que no veían el cambio de ser incapaces de comprender que todo apuntaba hacia un cambio de la función y la valoración sociales del trabajo, para los jóvenes el trabajo debía seguir siendo una referencia insoslayable.
Se pretendía mantener así una construcción social de la identidad juvenil partiendo de la aceptación de los cambios sociales, pero asumiendo a éstos como meras modificaciones superficiales que no afectaban el centro mismo del sistema. El trabajo que se perdía por una parte se reconstruía por la otra. Era un cambio en los modos de la producción pero no una sustitución del trabajo humano. El tiempo se encargó de desmentir todo ello. Y los jóvenes lo comprendieron mucho antes por las heridas recibidas en esas búsquedas.