En una democracia madura, lo que interesa, sobre todo, es saber «a quién» se vota y «por qué» se lo vota. Lo que supone, entre otras cosas, enterarse antes debidamente del programa que presenta cada candidato y de exigir, después de votado, que cumpla con sus promesas. Fundamentalmente, más allá de simples ideologías, tener claro qué intereses representa. No caer en la actitud facilista de decir que «son todos iguales», que era previsible de que no iba a cumplir con lo prometido. Y, haciendo ostentación de un escepticismo muy a la moda, seguir hablando mal de los políticos y que de ellos no se puede esperar nada. Y, entonces, ¿de quien hay que esperar?, mientras los que están mal lo siguen estando y pueden ir peor.
Es evidente que a todos nos interesa que la economía vaya bien, y no nos quedamos atrás cuando hay que opinar sobre ella. La última década nos convirtió a muchos de la clase media en expertos en economía. Escuchamos con atención a políticos, a comunicadores, a opinólogos sobre esos temas, pero nada de ello nos moviliza con la necesaria indignación como para no permitir que vuelva a suceder lo que sucedió. Que no se dispare el dólar, que no suban las tasas de interés, que no vaya a subir el riesgo país, nos tuvo preocupados a muchos, pero muy pocos manifestaron públicamente sus opiniones. Pasado ese tiempo esos temas van desapareciendo de nuestras charlas. Nos hemos convertido en opinadores de sobremesa. Pero no va más allá de eso. Es que tenemos el convencimiento de que se puede opinar, aunque el opinar no conlleve ninguna exigencia de enterarse, de estudiar, de pensar, pero que los que deben arreglar las cosas son otros. Y, lo que escapa a la conciencia colectiva, es que gran parte de la agenda de nuestras preocupaciones se confecciona en las redacciones de los medios. Si desde allí se nos indica qué está mal también se nos dice quienes no lo han solucionado. Todo lo cual nos da mayores motivos para nuestras críticas y quejas.
No está mal criticar y quejarse, pero es necesario pasar a una actitud más positiva. Para ello, los que tenemos tiempo y posibilidades de leer y pensar tenemos una mayor responsabilidad. Sin embargo ésta no aparece. Los temas de la política, de la economía, los pensamos desde la información de la radio y la televisión. Pero, si algún especialista, que no sea alguien famoso por su actuación mediática, ofrece una charla y debate sobre esos temas la participación del «supuesto ciudadano crítico» es escasa. Ha aparecido una actitud que sostiene que ya está harto de oír siempre lo mismo y que, por ello, no se participa. Y ¿entonces qué? Nuestra inactividad es la más cercana cómplice del «status quo», pero no nos quita el derecho a la crítica desde el living de casa.
Es evidente que ha cundido un profundo escepticismo sobre las posibilidades de la democracia. Hemos creído que con la democracia se comía, se educaba, se curaba, etc. Hemos creído después que lo que hacía falta era «un salariazo» y una «revolución productiva», para pasar a creer en la apertura de los mercados y nuestro «ingreso al primer mundo». También creímos que los “éticos” lo resolverían todo. Nada de ello ocurrió. Hoy terminamos mucho peor que cuando estábamos mal, por ello hacemos gala de nuestro escepticismo como una condecoración bien ganada. La clase media posa con su descreimiento como con una conquista de su sabiduría. Dice, con aire de sabionda: «a mí nadie me engaña más». Y se sienta a mirar el paisaje político con aires de saber lo que va a pasar. Y se demuestra tener razón desde la impasividad crítica, pasa lo que puede pasar, con lo que se profundiza su aire de docta. Lo que es incapaz de comprender es que lo que pasa se debe a la falta de compromiso en cambiar las cosas que están mal, atendiendo sobre todo a los más necesitados.