Ya había aparecido, en notas anteriores, el problema que debe enfrentar Obama. Ya habíamos hablado de las causas de este desastre que, como un huracán, se despliega por la economía y las finanzas. Si el capitalismo ha sido desde su nacimiento poco proclive distribuir la renta con alguna ecuanimidad; si el famoso mecanismo del mercado demostró que su capacidad para asignar recursos tuvo siempre una perversa tendencia a favorecer a los que más tienen; si el capitalismo siempre vio al Estado como una intromisión indebida en su operatoria; entonces, qué es lo sorprendente de esta situación.
La respuesta a esta pregunta no es fácil de hallar, sin embargo hay bastante certeza como para decir que si la codicia es mala por sí misma, dejarla a su libre juego de tener cada vez más sin ningún control estatal, como se pudo comprobar en estas últimas décadas, se convierte en un monstruo ciego e insaciable que no repara en las consecuencias sociales. Hemos podido aprender que dentro de las reglas propias del capitalismo se fueron dando dos líneas de desarrollo: la de la producción de bienes y servicios y, una segunda, la de la creación de instrumentos financieros cada vez más complejos y sofisticados para aumentar la renta a través de prácticas especulativas. Era de esperar, porque la lógica misma de la ciencia económica así pudo preverlo (pero no lo hizo), que en algún momento la primera se encontrara en serias dificultades frente a la segunda.
La vieja escuela inglesa supuso, desde sus comienzos, que el libre mecanismo del mercado sería lo suficientemente sólido como para sacar del juego a aquellos que no cumplieran con la ética de sus reglas. No caben dudas que a esta altura del proceso esas cuatro palabras suenan a cuento de hadas. A un cuento que contaba el que estaba haciendo trampas, el que se beneficiaba con la credulidad de sus contertulios, como el embaucador sentado en una mesa de pocker. De tal modo que los más sagaces y sin escrúpulos comprendieron rápidamente que se habría un ancho campo para las especulaciones, para los fraudes, para las estafas y así lo hicieron. Entre los miles de operadores de los mercados bursátiles debemos reconocer a una estrella rutilante que alcanzó el cenit por su capacidad de mantenerse en la cúspide tanto tiempo y por el monto de sus operaciones: Bernard Madoff.
Cuando decía más arriba que había dos canales de ganar dinero, el segundo se fue convirtiendo desde los setenta en una operatoria virtual: se compraban y se vendían papeles. Es decir, se operaba con valores simbólicos de naturaleza opuesta a los bienes y servicios de la producción. Esos papeles son acciones, títulos, bonos, papel moneda, que se cotizan (no se valorizan porque allí no se crea valor) según la capacidad del comprador para creer en su consistencia. Muy parecido a los que compran alta costura, compran apariencia, imagen, status, todos bienes intangibles. Todo funciona más o menos bien mientras lo aparente se mantenga cerca de los valores reales, que la moneda circulante esté en proporción con la generación de valores reales, es decir en una proporción de no más de tres a uno. Hemos llegado a una relación de veinte a uno. Por tal razón, algunos pensaron que operaban con papel pintado. Cuando algunos de estos operadores tuvieron la sospecha de que lo que tenían en la mano carecía de valor comenzaron a vender, así comenzó la catarata que todavía no paró.
Cuando los poseedores de esos papeles toman conciencia de qué es lo que tienen en sus carteras comienza la corrida y se producen las crisis. Esto se fue agravando, pero de esto no se habla, cuando el tesoro de los EEUU comenzó a emitir papeles pintados de verde. ¿Qué extraña magia hace que un papel verde casi sin respaldo sea aceptado como moneda de pago? ¿Qué extraño mecanismo logra que no se haya desatado la una inflación devastadora? Les dejo la explicación a los economistas.