La confusión de valores políticos en los que está sumergida la cultura política argentina (aunque esto no es exclusividad nuestra) está mostrando sus consecuencias después de la experiencia de los años noventa con el final conocido del 2001. Como ya vimos, la expectativa de un cambio profundo que hacía pensar la severidad de ese colapso ideológico se vio frustrada en los años siguientes. El “que se vayan todos” encontró como respuesta el que “volvieron todos”. Es comprensible a la distancia el grado de ingenuidad que encerraban las expectativas aquellas. Un cambio generacional de dirigentes lleva décadas no es el resultado de la simple demanda. Es necesario un cambio de fondo en la cultura política de todos nosotros para que se den las condiciones de acceso de una nueva clase dirigente.
La convocatoria electoral del 2003 mostró para sorpresa de muchos que los candidatos, salvo alguna excepción, eran los mismos. Peor aún, quien salió ganador en la primera vuelta con casi una cuarta parte de los votos era uno de los artífices más importantes de ese final de catástrofe. Si sumamos los votos de Menem, López Murphy y Rodríguez Saa tenemos una cantidad de votantes que alcanzó el 55% que expresó su preferencia por candidatos de la derecha ligados a lo más importante de las privatizaciones y la especulación financiera. Todo lo mismo. Dejo a un costado a Kirchner puesto que en aquel momento se sabía muy poco de él. Este es un dato estadístico que habla de todos nosotros, es una radiografía de las preferencias de los votantes de la Argentina del 2003. Si bien la ciudad de Buenos Aires es un tema especial, la elección siguiente mostró un cuadro no muy distinto en el 2007. Para Jefe de Gobierno triunfó Macri con el 45 % de los votos, completando en la segunda vuelta el 61%. Mientras que en las presidenciales Cristina obtuvo el 45 %.
Todo este breve juego numérico nos permite recordar de donde venimos para no sorprendernos con algunas conductas. Carlos F. De Angelis – sociólogo y autor de Radiografía del voto porteño: la Argentina que viene, nos invita a pensar de este modo: «Luego de un cuarto de siglo, no ausente de crisis y dificultades, la democracia argentina parece dar muestras de fatiga que deben ser analizadas. Este desgaste no es abstracto, sino que puede ser identificado en la vida cotidiana donde crecen signos de intolerancia y expresiones autoritarias. Las situaciones que jaquearon a la democracia en el pasado fueron visibles: asonadas militares, hiperinflación o los saqueos. Hoy la acechanza proviene de un enemigo silencioso: la creciente pérdida de la valoración del sistema democrático y de sus instituciones». En un estudio realizado durante la última semana del mes de noviembre se puede ver que la imagen positiva de la democracia se reduce al 36% de los argentinos, y que a un número similar les resulta indiferente». Muestra su preocupación por la percepción indiferente que se profundiza entre los jóvenes, donde sólo un 15% se expresa de esta forma.
Lo que demuestra el grado de confusión mencionado es que, paradójicamente, la estima de la democracia como concepto es superior al funcionamiento de sus instituciones. «Los políticos, los partidos, la Justicia y el Congreso poseen una muy baja valoración positiva. El caso de los políticos es emblemático. Son rechazados por siete de cada diez argentinos. Y los partidos, marchitas organizaciones políticas, poseen una percepción negativa de seis de cada diez. La perspectiva de una clase política que priorizaría sus intereses particulares por sobre los de la ciudadanía se ha instalado como dogma». Lo que nos debe llevar a pensar que cambiar esta percepción llevará mucho trabajo y varias generaciones, salvo una iluminación de la conciencia colectiva o la aparición de un nuevo político carismático popular (nada de ello parece hoy, en este estado de conciencia, posible). Vuelve a aparecer un tema ya analizado: «el reemplazo de las identidades partidarias por modelos que asimilan las candidaturas a marcas de productos, puede ser exitoso en la coyuntura, sin embargo contribuye al descrédito de la dirigencia, sobre todo cuando se evidencia que esas “marcas” no logran transformarse en gestoras eficaces de lo público».
Concluye diciendo: «La democracia no es un monumento ni un recuerdo de mejores épocas, sino un organismo vivo que sólo puede asentarse en una sociedad democrática en términos políticos pero también económicos. Sin una mejor distribución del ingreso, la inclusión social y un futuro sustentable para todos no se vuelven una realidad palpable, el voto pasa a ser un acto vacío de contenido. Pero, cómo se sale de la trampa, donde parte de la ciudadanía pide soluciones inmediatas y mágicas a los problemas de la sociedad, y donde buena parte de la clase política propone soluciones de corto plazo, sin la planificación necesaria o estudios que evalúen sus impactos». Esto nos muestra esa “trampa” en que nos han colocado los modos actuales de la política: se demanda con urgencia y se promete que se puede. Esta trampa no es el resultado de un diseño, es la consecuencia de un largo proceso de demandas acumuladas insatisfechas y de promesas vanas con el único propósito de ganar una elección: «Si hubiera dicho la verdad no me hubieran votado» (Menem). Debemos aquí enfrentarnos a la pregunta: ¿Cómo se cambia una sociedad que muestra una creciente apatía y desinterés sobre lo público o común, que rechaza participar, pero a la vez reclama una renovación de la clase dirigente de la que no quiere participar? Los “ellos culpables” y cada uno de nosotros estamos entremezclados en un “pacto siniestro” que nos tiene aprisionados.