Desde fines de los ochenta en adelante el capitalismo dejó de ser un tema de debate. Algo así como un gran telón ocultó el escenario de las miserias que generaba y un exitismo desvergonzado se instaló en el escenario. La caída del Muro de Berlín, como símbolo, permitió una publicidad abundante del modelo capitalista como el único posible. El tan promocionado derrumbe de la experiencia soviética parecía dejar en claro que no era posible la existencia de un modelo diferente al del capitalismo liberal. Éste se caracteriza por el componente dual: un mercado libre y una democracia representativa. La relación virtuosa de estas dos dimensiones se presentó como el modelo ideal de sociedad que le ponía un fin a la historia, según se dijo. Esta comprobación histórica final era el resultado de una larga experiencia social que reconocía sus inicios en la polis griega (idealizada en su descripción) que era contrapuesta a las formas dictatoriales de diverso orden. El mercado libre era un logro posterior a la Revolución industrial inglesa (1750-1800) que liberó el comercio de cualquier tipo de trabas que comenzaba su mundialización. Todo de acuerdo a la doctrina que reconocía como padre al escocés Adam Smith (1723-1790). Éste fue quien expuso, según esta versión, en su famoso libro Ensayo sobre la riqueza de las naciones (1776) los lineamientos generales de este modelo.
El siglo XX fue el escenario de las diversas confrontaciones de este modelo con las propuestas de los pensadores socialistas, que a partir de 1917, con el triunfo de la Revolución rusa comenzaba su proyecto histórico con la construcción de lo que se llamó mucho más tarde el socialismo real. Esta denominación intentaba expresar que se había desarrollado una experiencia dentro de las condicionalidades sociales, económicas y políticas que se heredaron de la Rusia zarista. La conformación de la Unión soviética (1922) se produjo por la firma del tratado que unió a un conjunto de repúblicas socialistas. Las dos guerras mundiales, sobre todo la segunda, pusieron a prueba ese socialismo que se fue implementando bajo la férrea mano de José Stalin (1879-1953). A partir de su muerte comenzó lo que se llamó la desestalinización que dejó al descubierto los hechos de una dictadura sangrienta. Estas revelaciones, por el desprestigio que acarreaban más los errores de una planificación central exacerbada, fueron el comienzo de un derrumbe que culminó simbólicamente en 1989, aunque tuvo su final definitivo en 1991 con la disolución (algunos autores hablan de implosión o colapso del sistema) de la unión de repúblicas que reasumen su independencia.
Esta breve introducción pretende ponerle un marco histórico al proceso que se abrió en la década de los noventa, denominado inadecuadamente la globalización, sostenido ideológicamente por las líneas doctrinarias del llamado Consenso de Washington. Este documento elaborado en 1989 contenía diez recomendaciones generales para el logro de una economía libre y desarrollada. Su autor, el economista inglés John Williamson, entendía por «Washington» el complejo político-económico-intelectual que tiene sede en Washington: los organismos financieros internacionales (FMI, BM), el Congreso de los EEUU, la Reserva Federal, los altos cargos de la Administración y los institutos de expertos (think tanks) económicos. Es decir el poder político-ideológico-económico internacional. Este economista proponía esas medidas para recuperar las economías de los países que padecían la pesada deuda externa y que desde 1982 mostraban la imposibilidad de su pago.
La ausencia de la Unión soviética de la escena internacional, que había representado la “amenaza comunista” para el “mundo libre”, deja libres las manos de un capitalismo que va a demostrar su insaciable deseo de lucro. Lo que le mereció el nombre de “capitalismo salvaje” por parte del papa Juan Pablo II. Esta ausencia se combina con los resultados de la Tercera revolución industrial (1980) cuyos logros tecnológicos (cibernética y robots) ofrecieron una combinación de sistemas de comunicación que articulan el hombre con la organización y la máquina. La eficiencia productiva logra reemplazar la mano del hombre por la máquina y el robot, con indudables ventajas de estos últimos para la eficiencia productiva, lo que da por resultado una cantidad mayor de gente desocupada. En 1997 advertía el economista estadounidense Jeremy Rifkin, en su libro El fin del trabajo, lo siguiente:
Los índices de desempleo y subempleo crecen diariamente en Norteamérica, Europa y Japón. Incluso los países desarrollados se tienen que enfrentar a un desempleo tecnológico creciente a medida que las empresas multinacionales construyen y ponen en marcha métodos productivos basados en las últimas tecnologías, a lo largo y ancho del mundo, provocando que millones de trabajadores no puedan competir con el rendimiento de los gastos, control de calidad y la rapidez de entrega garantizados por los sistemas de producción automatizados… Mientras que las primeras tecnologías reemplazaban la capacidad física del trabajo humano sustituyendo máquinas por cuerpos y brazos, las nuevas tecnologías basadas en los ordenadores prometen la sustitución de la propia mente humana, poniendo máquinas pensantes allí donde existían seres humanos… Ante todo, es necesario recordar que más del 75% de la masa laboral de los países industrializados está comprometida en trabajos que no son más que meras tareas repetitivas. La maquinaria automatizada, los robots y los ordenadores cada vez más sofisticados pueden realizar la mayor parte, o tal vez la totalidad, de esas tareas.