Propongo un alto en el camino para detenernos a reflexionar sobre el tema que encabeza toda esta larga serie de columnas: la relación entre la política y el marketing. Las elecciones recientes de los EEUU nos dan bastante material para esta tarea. Lo primero que se podría afirmar es que las dos personas que se enfrentaron en la contienda siguen siendo dos desconocidos, para una parte importante de los seguidores de las informaciones que nos han ofrecido los medios concentrados. Esto puede aparecer como una afirmación poco seria: ¿cómo es posible que el bombardeo de informaciones, casi las 24 horas de cada día que duró casi un año, desde las primarias hasta la elección final, no nos haya provisto suficientemente respecto de los dos candidatos?
Podríamos hacer un ejercicio como el siguiente: preguntarnos ¿quién es Hillary Clinton? O ¿quién es Donald Trump? ¿qué sabemos con certeza de ellos? ¿hay algo más que no sea los que la prensa internacional y la nuestra han dicho, y siguen diciendo, de ellos? Creo que no, lo que sabemos sobre ambos es lo que nos dijeron esos medios. Sin embargo, parece que millones de electores estadounidenses, según los resultados finales, tuvieron una imagen de ellos que nos cuesta mucho aceptar.
La “buena” para nosotros era la señora Clinton, que representaba el respeto por la democracia y los modos y modales políticos que corresponden a un futuro presidente de la potencia más grande del mundo. Por el contrario, el señor Trump nos merecía mucho rechazo, por sus modales propios de un pandillero neoyorkino, tal como nos lo presenta Hollywood: bravucón, desbocado, misógino, racista, mentiroso, provocador. Entonces el votante medio estadounidense ¿es mucho menos inteligente que nosotros y no pudo ver, quién era el mejor candidato, de acuerdo a nuestros criterios?
Lo que es muy interesante para avanzar en esta reflexión, y esto es propio de las democracias representativas de las últimas décadas, es que interponen entre la realidad de los candidatos y los electores un enorme aparato publicitario, con inversiones de miles de millones de dólares, sólo al alcance de aquellos que los pueden conseguir. La última campaña exigió una inversión de u$s 6.000 millones. Con esa cifra ¿qué se puede hacer? En el prestigioso sitio www.tomdispatch.com se publicó a comienzos de este año un artículo cuyo título parecía un oxímoron La democracia de los multimillonarios, en él se afirmaba:
En esta contienda electoral, está claro que las escaramuzas en las que están implicados los ultra-adinerados y sus montones de dinero en metálico están transformando la política moderna de Estados Unidos en una especie de representación teatral. Y aparentemente la correlación entre el gran dinero y la gran obra dramática no hará otra cosa que crecer. Lo medios necesitan hacer la mejor caja posible entre hoy y el día de las elecciones; para ellos, la competencia entre los multimillonarios se parece mucho a las apuestas en las carreras de caballos. Hoy en día, los programas políticos, tal como son, han quedado reducidos a algunas palabras de moda y frases hechas, mientras el dinero y su oropel son los principales valores que llaman la atención.
Pareciera que el “espectáculo político”, tal como queda evidenciado, necesita de un público que crea en la obra teatral, se la tome en serio. Y terminaba con esta reflexión:
Y para plantear una pregunta que muy pocos harían: ¿Qué es lo que el pueblo estadounidense –y nuestra antigua república democrática– puede perder (o ganar) con este espectáculo? Todo esto (y más y más dinero) se revelará más tarde este año.
Hoy ya tenemos una respuesta: ganó uno de los multimillonarios. Sin embargo, pareciera que si sigue adelante con algunas de sus promesas de campaña, la “antigua república democrática” como la denominó el artículo, no seguirá siendo la misma. ¿Quiénes ganan y quiénes pierden? Todavía es muy temprano para saberlo… pero no deja de ser interesante.