Los “años dorados” encontraron un límite en la ofensiva que comenzaron a delinear y ejecutar los sectores neoconservadores. La crisis del petróleo (1973 que se extendió hasta 1981) favoreció el ascenso de los sectores más reaccionarios, en un clima de conflictos cuya culminación se dio en las elecciones en el Reino Unido, con el triunfo de Margaret Tatcher (1979-1990), y en los Estados Unidos donde es elegido presidente Ronald Reagan (1981-1989). A partir de allí una onda neoliberal comenzó a hacerse sentir en la política del mundo occidental que va a marcar muy fuertemente la década siguiente. El Consenso de Washington fue el punto culminante de ese proceso, que Wikipedia define como:
El término Consenso de Washington fue acuñado en 1989 por el economista John Williamson para describir un conjunto de diez fórmulas relativamente específicas que constituyeron un paquete de reformas «estándar» para los países en desarrollo azotados por la crisis, según las instituciones bajo la órbita de los Estados Unidos como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Las fórmulas abarcaban políticas que propugnaban la estabilización macroeconómica, la liberalización económica con respecto tanto al comercio como a la inversión, la reducción del Estado, y la expansión de las fuerzas del mercado dentro de las economías de cada país.
Este conjunto de medidas significaron el “certificado de defunción” de los “treinta años dorados”, por la desaparición o extinción de todas aquellas políticas que habían sostenido la presencia de un Estado fuerte, participativo, interventor dentro del funcionamiento de los mercados. Ese modelo político que aseguró un mejor reparto de las riquezas, manteniendo un equilibrio entre el capital y el trabajo, se sostuvo por la recaudación de impuestos a las rentas de los grandes capitales. Esas políticas posibilitaron acercar la distancia entre los más ricos y los más pobres. Esto nos permite comprender las expectativas que levantaron respecto de un capitalismo de rostro humano o un capitalismo distribuidor.
No parece casual que la imposición de ese decálogo de medidas ─ uso esta palabra que define la verdad de lo que se disfrazó de Consenso─ comenzara a aplicarse inmediatamente después de la Caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. La presencia de la Unión Soviética fue un freno para los avances del capital sobre los derechos del trabajo. No porque se creyera que tenía algún poder para impedirlo, sino porque representaba, aunque no fuera totalmente cierto, un modelo distributivo de riquezas, y los partidos comunistas europeos podían ser una amenaza al dominio irrestricto del capital.
El otro factor concurrente era la reducción de la tasa de beneficio ─renta o lucro─ tras la crisis económica de los setenta, de los capitales industriales invertidos en la en los países del Norte. Se le sumaba la situación extrema en que se encontraban los países de la periferia del mundo central por el estallido de la crisis de la deuda externa. Ésta era el resultado de la imposibilidad de pagar la pesada carga de una deuda contraída por imposiciones de los organismos financieros internacionales, esa deuda se hizo muy pesada, impagable, cuando esos países se vieron en la obligación de refinanciar los saldos adeudados.