Mirando el mundo IV – Pensarlo y comprenderlo Columna Nº 51 – 23-3-16

Hemos analizado en las columnas anteriores el proceso por el cual la persona entra en contacto con el mundo que la rodea. Vamos, ahora, a dar un paso que va a complejizar esta relación, dado que la persona no está sola ante el mundo. Ella, desde su nacimiento, se ha ido formando de acuerdo a una serie de elementos que fueron conformando su modo de ser: una educación – entendida en el sentido más amplio – mediante la cual fue incorporando modos de ser, modos de entender, preferencias, valores, pautas de conducta, etc.

El proceso que debemos estudiar ahora se ha dado dentro de lo que se ha denominó la sociedad industrial. Su comienzo debe ubicarse en la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra. A partir de allí se produjo una revolución que alteró los modos de vida, las relaciones entre las personas, su comprensión del mundo nuevo. En otras palabras: la conformación de su conciencia fue respondiendo a las nuevas exigencias que esta sociedad le iba imponiendo – esto es cierto para cualquier cultura que entra en una profunda transformación–.

La sociedad anterior a esa revolución industrial se articulaba en pequeños mundos comunitarios en los que prevalecían las relaciones cara a cara, de conocimiento de todas las personas, sus familias, sus entornos culturales – los pequeños pueblos del interior de nuestro país pueden ser una referencia que ilustre con una comparación –. Cada persona de esas comunidades tiene una historia conocida por todos.

Los requerimientos de la sociedad industrial, con sus grandes talleres en los cuales trabajan cientos de personas, fue concentrando una población en continuo crecimiento, dando lugar a las grandes urbes que conocemos hoy. En ellas las relaciones personales se hacen más difusas, las personas entran en relación con otras en el trabajo que pueden no ser las mismas que habitan en un mismo barrio. El conocimiento se hace más fragmentario, cada persona se va descomponiendo en una serie de aspectos: es una en su casa, puede no coincidir totalmente con su modo de ser en el trabajo o en el club, o en los lugares de esparcimiento a los que concurre. La persona como unidad psico-social de la sociedad tradicional, se descompone en diversas facetas acordes con los pequeños mundos personales en los que pasa un cierto tiempo del día.

Todo esto tiene consecuencias que, sin ser necesariamente terribles, afectan la conciencia individual alterando lo que podríamos denominar una vida sana. Una gran cantidad de investigaciones del último siglo coinciden en que la gran urbe es insalubre. Esa anomalía puede pasar sin que tomemos conocimiento de su existencia, pero es inevitable que esté siempre presente. La necesidad de las vacaciones da prueba de ello: cambiar de escenario, abandonar las exigencias del reloj, descomprime el peso urbano y nos proporciona un oxígeno necesario.

La descripción presentada nos está hablando de un ser que vive, en su cotidianidad, una vida entre anónimos: viajamos en medios de transportes, caminamos por las calles, subimos al ascensor, con personas que no conocemos en su mayoría. El anonimato es mutuo: no los conocemos ni nos conocen. El hecho de que esto esté totalmente asumido no evita que esa sensación de ser un nadie para los otros sea el estado de conciencia social urbana que se ha convertido en una normalidad. Cada quien maneja como puede esa vida anónima. Allí se encuentran cientos, o miles, de miradas sobre el mundo no compartidas, que se alimentan con diversas informaciones que procesan como pueden.

En los Estados Unidos de Norteamérica percibieron esa anomalía a principios del siglo XX como un riesgo posible que se acentuaba por las consecuencias de una injusticia social que crecía. La posibilidad de una situación de crisis – de cualquier naturaleza— podría dar lugar a un estallido de dimensiones imprevisibles. Este diagnóstico exigió una investigación y posibles métodos para prever consecuencias no deseadas.

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