En El Principito de Antoine de Saint-Exupéry (1900–1944) el autor nos propone la reflexión sobre un diálogo, muy conocido pero no siempre bien interpretado, entre el personaje central y un zorro. Allí nos enfrentamos a un cuestionamiento al simple mirar:
«He aquí mi secreto -dijo el zorro-, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
Este juego de palabras nos debe llamar la atención respecto de qué se debe entender por mirar, ya que el mirar del que habla el zorro hace una crítica a una concepción simplista e ingenua: los ojos por sí mismos sólo ven. El mirar, entendido del modo propuesto, que es propio y exclusivo de la condición humana, nos habilita para acceder a lo esencial, lo profundo: lo que es invisible a los ojos, y que sólo puede verse con el corazón. Corazón es, entonces, una metáfora que nos advierte respecto de algo específicamente humano, el plus que la mirada del hombre aporta: la interpretación de lo percibido. Esto no lo ponen sólo los sentidos. Aparece en la actitud fraternal que se asume frente a esa realidad. El hombre es, en este sentido, el testigo irreemplazable de la existencia del cosmos.
La relación la establece el observador entre lo que miramos al ver y lo que sentimos ante ello. El filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662) avanza en esta consideración y nos compromete a pensar qué es aquello que la Razón agrega – la interpretación− pero que puede no alcanzar para comprender otras razones que son de naturaleza espiritual: «El corazón tiene razones que la razón no entiende». El amor es una de ellas.
Retomemos el propósito inicial de estas líneas, dado que puede parecer que nos hemos extraviado. Pensar el mundo para comprenderlo exige tener en claro las cosas precedentes que hemos analizado. Y esto es especialmente necesario en estos tiempos de atosigamiento informativo, en un mundo lleno de ruidos −que no son inocentes− que nos convierten en ciegos y sordos para las cosas más importantes: si el que pinta su aldea pinta el mundo, como lo afirmaba Tolstoi, también el que pinta el mundo, después de haber reflexionado y comprendido, está en mejores condiciones de hacerlo con su propia aldea.
Cuando tanto se oye hablar de globalización (el escritor ruso se hubiera escandalizado) debemos estar atentos a cuál es la verdadera realidad de ese proceso y qué se intenta ocultar en su forma de presentarlo. Este verbo, ocultar, nos dice que hay cosas que podrían verse pero no logramos hacerlo. Aparece otra necesidad más exigente en el intento de mirar: ver lo invisible, todo aquello que ha sido sustraído a nuestra mirada. Lo que nos coloca ante la paradoja de tener ante nuestros ojos cosas que no somos capaces de ver, a pesar de estar allí, no las vemos porque tenemos una incapacidad para detenernos a mirarlas. Es un tipo de ceguera emocional o ideológica que opera sobre nosotros, sin que lo percibamos pero que logra su objetivo: convertirnos en ciegos sociales: no ver la pobreza ajena, su sufrimiento, no ver la injusticia, etc.
Siendo esto así el mirar debe, además, empeñarse en la tarea de desocultar, de hacer visible lo que aparece invisibilizado: ver lo que aparece como invisible y que se lo ve cuando se comprende qué y por qué es ocultado. Tarea fundamental para liberarnos de tanta mentira en la vida en el mundo global.
Poder conocer, explicar, interpretar, la complejidad del mundo global demanda una capacidad que nos la ofrece el discernimiento: respecto de qué consideramos bueno, interesante, valioso, necesario, y qué no. Para rescatar todo lo necesario para liberarnos de la ceguera, la sordera y el aturdimiento impuesto para desviarnos del camino de la construcción de un futuro más habitable, más humano, más justo, más vivible.
Este es un viejo problema contra el cual batallaron pensadores como Sócrates (470-399 a. C.) cuando se dirigía a los jóvenes de Atenas para que despertaran del sueño de sus mitos, como el profeta de la Palestina, Jesús de Nazaret (1-33-d.n.e.) cuando al predicar sostenía: «Se os ha dicho…» y al refutar la vieja tradición agregaba «Pero, en verdad os digo…». Ambos hacían ver verdades que habían quedado ocultas tanto para las generaciones anteriores como para sus contemporáneos. Ambos pagaron con la vida tal osadía.