Metidos en un mundo de inmediateces pragmáticas ¿cómo pensar en idealismos? Pareciera que todo eso que se pensaba no hace más de treinta años fue un simple espejismo. En esos tiempos algunos depositaban sus mejores esperanzas en un mundo socialista, otros en una democracia con amplia participación, algunos en un capitalismo con rostro humano que distribuyera equitativamente la renta que iba en aumento, pero casi todos estaban convencidos que caminábamos hacia un futuro mejor.
Una personalidad intelectual como Eric Hobsbawm escribió en uno de sus libros esta reflexión: el más pesimista de los hombres de fines de los años sesenta, que fuera preguntado sobre el peor de los horizontes posibles para el año dos mil, hubiera descrito un futuro paradisíaco comparado al mundo con que nos encontramos al llegar al fin del siglo. Esto habla de la imposibilidad de pensar en aquella época de que podía pasar en el mundo todo lo que pasó. No quiere decir esto que “todo pasado fue mejor”, de ningún modo, sólo pretendo colocarme en una perspectiva que nos permita pensar en qué es lo que pasó y por qué pasó.
Si bien la década de los sesenta tenía razones para estar esperanzada no faltaban hechos que mostraran negros nubarrones sobre el cielo de aquellos tiempos. A pesar de ello, imperaba un espíritu esperanzado cuando se elevaba la mirada hacia el largo plazo. Parecía que, de un modo u otro, el futuro sería mejor. ¿Dónde quedó?
Pero si volvemos la mirada a los años treinta, el profeta de los cafetines, que siempre nos acompaña en el pensamiento, le hacía decir a la mina ya cansada de idealismos: “No puedo más pasarla sin comida, ni oírte así, decir tanta pavada…”. La crisis de 1929 hacía sentir todo su rigor y el ideario de socialistas y anarquistas predicaba la cercanía de la revolución. Por eso, ella harta de todo esa perorata le reprochaba: “¿No te das cuenta que sos un engrupido? ¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?”. Y no le faltaban razones a la mina, desde su realismo cotidiano qué podía significar tanto idealismo delirante. Entonces, para que el fulano ponga los pies sobre la tierra, le dice: “Lo que hace falta es empacar mucha moneda, vender el alma, rifar el corazón”. Duras palabras que reflejan la verdad inmediata de las exigencias del mercado, frente a la ensoñación del Sermón de la Montaña.
Hoy, a más de setenta años de haber sido escritas esas palabras, pareciera que toda la razón la tenía la mina. Su profecía se fue cumpliendo con todo rigor a partir de la década de los ochenta y se convirtió en religión diez años después. “¡El verdadero amor se ahogó en la sopa, la panza es reina, y el dinero Dios!”. Pero, en ese triunfo en la carrera del amarroque tenemos que aprender que son muchos más los que pierden. Mirando nuestra vida actual debemos coincidir con esa profeta de feria que advertía: “Que la razón la tiene el de más guita, que la honradez la venden al contado y a la moral la dan por moneditas”. Sin embargo, de aquellas locas ilusiones, creo, que todavía quedan brasitas sin apagar.