Los jóvenes sesentistas
Quedó dicho anteriormente que el proceso se había ido incubando a lo largo de la primera mitad del siglo XX pero estalla específica y emblemáticamente, a lo largo de los 60. La rebelión juvenil encontró una posibilidad en el clima de posguerra, dadas las condiciones en que había quedado sobre todo, aunque no sólo, Europa. Retengamos lo que ésta representaba como espejo para los países periféricos. Dentro de ellos Argentina se sentía especialmente tocada por los fuertes condimentos de origen que arrastraba nuestra cultura. Las consignas que los jóvenes enarbolaban allá encontraban eco en la juventud latinoamericana. Desde el Paz y amor de los hippies hasta los graffitis de los jóvenes franceses, que trascendieron internacionalmente a partir de Mayo de 1968. Un halo de romanticismo, idealismo, compromiso y entrega emanaba de esas prácticas sociales, en una mezcla que presentaba diferentes combinaciones.
No debe olvidarse que los cincuenta y los sesenta son las décadas del proceso de descolonización que dio origen al Tercer Mundo. Revolución, emancipación, liberación nacional, socialismo, etc. eran palabras frecuentes en el habla de los jóvenes de entonces. La década prodigiosa, como alguien la denominó, fue una década juvenil, protagonizada por los jóvenes. Éstos se sintieron protagonistas de la historia y la vanguardia del cambio social. Si bien no eran mayorías los que se comprometieron personalmente con esas prácticas políticas, su actitud encontraba diferentes ecos en el resto de los jóvenes. Fue una década de gran crecimiento económico (algunos afirman que el mayor que ha experimentado jamás la humanidad), durante la cual todavía el Estado de Bienestar hacía sentir su presencia. Fue también una década en la que empezaron los cambios ideológicos e institucionales que se vivieron como banderas de nuevas esperanzas: expectativas (y triunfos) revolucionarias, nuevas fronteras, Revolución cultural, crítica al «culto de la personalidad», etc.
El profesor Joseph M. Lozano dice: “El cambio se orientaba no sólo a cambiar el mundo o las estructuras de poder, sino que pretendía ir más allá: había que cambiar la vida, según se decía. La vida y la práctica cotidianas pasaron a ser vistas como el lugar de las transformaciones revolucionarias. La aspiración al cambio, pues, alcanzaba a todos los ámbitos vitales. Por lo tanto, las ideologías y las instituciones que hasta aquel momento habían pretendido ordenar el mundo y la vida se veían contestadas y desbordadas. Estalla la actitud contracultural –que más bien es una actitud que hace cultura a la contra – que se convierte en una clave de interpretación de propuestas, situaciones y conflictos muy diferentes e incluso contradictorios entre sí”.
La falta de realismo que invadía el espíritu juvenil, consecuencia de un romanticismo que no permitía reflexiones maduras, puesto que eran vistas como claudicaciones burguesas, fue en gran parte la causa del agotamiento de ese proceso. La vida que había que cambiar fue después la vida que fue cambiando a muchos de estos jóvenes. Ya a mediados de los setenta los viejos tradicionales que habían vivido conmovidos y asustados por estos cambios podían decir burlonamente: “De jóvenes incendiarios y de grande bomberos”, o aquella frase atribuida al conservador W. Churchill: “Quien no ha sido socialista a los veinte es un insensato, quien sigue siéndolo después de los cuarenta es un estúpido”.
Había llegado la hora de la marea baja, del repliegue, del sosegarse, para amargura de unos y beneplácito de otros. La década de las revoluciones dejó grandes enseñanzas a los dueños del mundo. Repuestos éstos de las pérdidas y desgastes de las dos guerras, comenzaron a pensar en como encarrilar el cuarto final del siglo. Se crea la Comisión Trilateral con el objetivo de acordar políticas entre los tres grandes grupos capitalistas (EE. UU., Europa y Japón) para definir el curso del último cuarto de siglo, ante lo que consideraron un desorden perjudicial producido por los procesos políticos de liberación.