Los ochenta y los noventa fueron un escenario que intentó convencernos de que era necesario modificar ciertas instituciones que impedían el desarrollo económico y, por tanto, el bienestar de los pueblos. Ello imponía una reforma o una sustitución de las trabas que se interponían en ese camino. La institución predilecta fue el Estado Nacional, y todos los que lo acompañaban, porque su inutilidad había quedado demostrada, según esos criterios. Se puso al servicio de este proyecto un aparato publicitario que abarcó a todos los medios de comunicación, con excepcionalísimas situaciones, para convencernos de las bondades de los nuevos tiempos. La riqueza que llenaría las copas de la abundancia derramaría oportunidades para todos.
Las copas demostraron ser un agujero negro que se tragó todo. Nada salpicó al resto de los mortales y, por el contrario la exclusión incorporó año tras año, una mayor cantidad de hambrientos que fue arrojada a los márgenes del sistema. Hay ejemplos que iluminan como funciona este mundo globalizado de cada vez menos ricos más ricos y más pobres más pobres. Cualquier empresa trasnacional decide desplazar una fábrica porque consigue mano de obra más barata o mejores condiciones de producción en otra región. Esto acarrea mayor desocupación en el lugar donde estaba radicada. Pero el problema de esos obreros nuevos desempleados no es medida de nada, no se piensa la decisión en función de ellos. Los hombres de la economía no piensan en la gente concreta de su país sino en cómo adaptarse mejor a los dictados de las políticas de la burocracia financiera internacional. La eficiencia del número desplaza al hombre del centro de la escena. La Razón técnica (el mayor lucro posible) ofrece argumentos sólidos que sustentan la decisión.
Durante siglos imperó la sociedad del trabajo donde una persona podía ser analfabeta, mal paga, pobrísima pero tenía su ubicación social como campesino o como obrero no calificado. “Debe trabajar el hombre para ganarse su pan”, pero esto estaba dicho contra los que no querían trabajar habiendo trabajo. Ahora eso ya no sucede más y se abren descorazonadores interrogantes para el futuro. Aparecen interrogantes desoladores: «¿Cómo se construye un país que necesita apenas de un porcentaje de su gente? Hay cifras alarmantes: en Alemania pronostican que en quince años habrá 38 % menos de trabajadores industriales y en los Estados Unidos piensan que en 25 años el 40 % de los estudiantes universitarios no va a tener empleo cuando se reciba».
Estos datos, presentados por el investigador francés André Gorz, plantean no sólo la falta de empleo sino el deterioro de la identidad. Un trabajador, sea un tornero o un médico, se integran a la comunidad a partir de su lugar de producción, de sus saberes y de sus rutinas. Ahora empiezan a quedar desclasados, arrojadazos a esa categoría de los marginados no necesarios. Esa categoría es utilizada por la prédica de muchos medios de comunicación para aterrorizarnos con la inseguridad social. Si en el norte el terrorismo musulmán genera pánico, entre nosotros la inseguridad callejera nos recluye dentro de nuestros hogares. Todos aquellos que todavía tienen algo para perder se atrincheran para protegerse de los que atentan contra esa propiedad. Sin pensar que antes muchos de nosotros fuimos cómplices por interés, por ignorancia, por comodidad, por desentendimiento, del despojo a que fueron sometidos todos los que hoy parecen amenazarnos.
Podríamos pensar que tal vez, sin darnos cuenta, el futuro no se volvió oscuro de pronto, sino que nuestras actitudes individualistas no nos permitieron comprender que los que estaban corriendo el telón que lo iba a ocultar también nos estaban amenazando a todos nosotros. Esos pocos que hoy figuran en las listas de los más ricos del mundo aparecieron como ideales posibles en la educación que dimos a nuestros hijos.