Durante muchos años hemos oído hablar de entrar al primer mundo. Lo que daba a entender que no estábamos en «ese mundo». De allí se puede deducir, sin gran esfuerzo, que había más de un mundo, tal vez dos, tal vez más. Reflexionar sobre esta posibilidad de múltiples mundos nos lleva a tomar conciencia de la complejidad del orden social de estos tiempos y de la cantidad enorme de facetas que presenta. El pertenecer a un mundo está lejos de ser un tema geográfico o cósmico, está profundamente emparentado con las culturas, los proyectos de vida (individual y colectivos), la tabla de valores, los deseos, las ambiciones, las posibilidades de cada uno, y tantas otras cosas que se haría muy largo enumerarlas. Y queda aún otra posibilidad: ser un excluido del mundo, lo que nos colocaría en… (?), nos asusta pensarlo. De eso ya hablé.
A esta reflexión me fue llevando un comentario respecto de un libro que apareció a fines de los noventa, que analizaba el gasto del público norteamericano (y que obliga a pensar en lo que pasa entre nosotros): «Trading Up: The New American Luxury» (Gastar: el Nuevo Lujo Americano). En él se señala que el consumidor del norte está dispuesto, de manera creciente, a pagar más dinero (más, por encima de un precio ¡ya excesivo!) por lo que considera productos de marca. Los autores, Michael Silverstein y Neil Fiske, nos proponen un nuevo concepto «New Luxury» (algo así como el nuevo lujo) para comprender las conductas de aquellos consumidores que convierten el precio excesivo de un producto en un símbolo de pertenencia al «mundo de los ricos» (¡otro mundo más!). Comentan que los bienes costosos no excluyen ningún tipo de productos, desde lo suntuario hasta lo de uso cotidiano. «Una lavadora-secadora de una marca de prestigio se vende a más de 2.000 dólares, en comparación con las de las marcas convencionales que se venden al consumidor por unos 600 dólares». Nos recuerda aquella publicidad: «Caro, pero el mejor».
Los autores entrevistaron a numerosos consumidores que les aseguraron que «para ellos poseer una marca de mayor costo les hace sentirse más felices y mejores personas». Estos típicos analistas del marketing pueden comentar alborozados que «Estados Unidos está gastando, y esto es bueno tanto para los negocios como para la sociedad» y agregan «en los cincuenta años que llevamos escuchando a los consumidores, nunca hemos oído expresiones tan llenas de emoción sobre productos, que incluso los iniciados en la industria consideran vulgares y dignos de poca atención». En otros casos se trata de productos considerados comúnmente de lujo. «Las empresas de palos de golf de alta calidad han visto cómo una compañía se elevaba hasta la posición número uno en su rubro, cuando antes no estaba ni siquiera entre las 10 primeras. Un consumidor afirmó que había pagado 3.000 dólares por sus palos de golf, en lugar de los 1.000 dólares que cuestan unos palos convencionales, porque “me hacen sentirme rico”». ¡Pobre hombre!
Leamos: «¿A qué recurren los nuevos bienes de lujo para garantizar su éxito? Se observa que normalmente se basan en las emociones, y en que los consumidores tienen un lazo emocional más fuertes con ellos que con otros bienes. Esto difiere de los bienes de lujo de siempre, muy caros, basados principalmente en el status, la clase y la exclusividad. Además del factor emocional, los nuevos bienes de lujo deben marcar también diferencias en el diseño o la tecnología. Una vez que se convencen los consumidores de la superioridad de un producto y se forma un lazo emocional con él, están preparados para gastar en él una suma desproporcionada de sus ingresos. Esto se hace escatimando en otros gastos», lo que nos muestra que no es la clase más alta la que compra de este modo. Se ha logrado incorporar a las clases medias, consumo lujoso mediante, a ese escalón más alto: los ricos.