El ciudadano pasivo

Las quejas respecto del estado actual de cosas no llevan aparejado un compromiso para cambiar el mundo. Es evidente que falta la voluntad colectiva para realizarlo y la comodidad sectorial de una parte de la sociedad que se ve cómoda en ella pese a sus quejas, o hacen de sus quejas una bandera contra los cambios posibles. Creo necesario pensar en las circunstancias que condicionan esa voluntad. Veamos, entonces, algunos aspectos que son necesarios considerar para abrir caminos.
El desentendimiento que ha experimentado el ciudadano de “a pié” respecto de sus responsabilidades políticas, aunque algo esté cambiando, encuentra algunas razones en la “profesionalización” del político, que ha convertido esa tarea en “cosa de especialistas”. Por tal razón, me parece, han desaparecido o poco menos los debates políticos en los diálogos entre los ciudadanos. Se agrega a ello el peso exorbitante que la economía ha ganado en el tratamiento de los temas públicos, al punto de que pareciera ser decisiones exclusivas de ese ámbito del pensar y del hacer. Este sometimiento encuentra culpas notorias entre los mismos actores políticos, dado que se han dejado subordinar al imperio de “los factores económicos”. Aquella acusación que los liberales decimonónicos le hacían al marxismo, de pensar sólo en términos “materiales”, deberíamos hacérsela hoy a los defensores del “mercado”, hoy redivivos.
Desde Aristóteles a Maquiavelo, y tal vez hasta el siglo XIX, la política fue el terreno en el que se dirimían las enfrentadas voluntades, la de los poderes que se proponían trazar un destino, abrir un futuro y definir la marcha de los asuntos del Estado. El avance del poder de las burguesías de los siglos XVII y XVIII fue otorgándole un tono diferente, cada vez más marcado, a la necesidad de introducir los intereses económicos en la fijación de las políticas de estado. Hasta que esas necesidades se impusieron imperialmente en el pensamiento desplazando a la política del centro de decisión. Todavía en el siglo XIX algunos liberales continuaban reclamando esa prioridad de la política.
El hombre del siglo XX asistió al desmadre de los intereses económicos y a su asalto al poder en el último cuarto de siglo, poder que se iba transnacionalizando a pasos agigantados. Todo este proceso tuvo como correlato la total desvinculación del ciudadano de las decisiones fundamentales de las comunidades políticas, sobre todo cuando sintió, descarnadamente, que esas decisiones se tomaban en algunas cúpulas de poder ahora desterritorializadas. El mundo del poder, económico y financiero, pertenecía a los “elegidos” del Dios Dinero. Los adeptos a esta religión se fueron convirtiendo en élites anónimas, seducidas por los paraísos ofrecidos por las técnicas publicitarias, sin percibir que “sólo unos pocos elegidos” accederían a ese cielo. Así, el ciudadano convertido en consumidor se fue alejando de la política, por ser un instrumento ineficaz, para rendir culto a las cotizaciones bursátiles, las variaciones cambiarias y las tasas de interés. Roma y Jerusalén fueron desplazadas por Wall Street. El triunfo, primero en el campo de batalla de los negocios, se coronó con el triunfo final en el campo de las conciencias.
Entonces…?
Hablaba, al comenzar, de “falta de voluntad colectiva”, es que está totalmente abotagada por la borrachera del dinero, del triunfo fácil, del éxito inmediato, de los caminos oblicuos. Sin comprender que «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos». Debe aparecer, necesariamente, el tema de los valores. Debemos replantearnos como comunidad política qué queremos ser, ubicarlo luego en el contexto del mundo actual, no para renunciar a algunos de esos valores, sino para trazar los caminos y los tiempos de su realización. Esto presenta hoy una dificultad mayor que en otras épocas. Porque este tiempo de ahora parece tener muy corta duración: lo que no es posible ser conseguido ya, o dentro de unos minutos, se convierte en un “imposible” o en un “no deseable”. Se le ha otorgado estatus de “utopía irrealizable” a cualquier idea que requiera tiempo, esfuerzo y perseverancia para su realización. Porque ello impone la necesidad de la organización de las voluntades y el consenso en los por qué y para qué, los cuándo y los cómo. Pero hemos sido convencidos que los únicos caminos transitables son individuales. El individuo reemplazó a la persona, siendo ésta la sagrada conquista de la cultura occidental.
Entonces, no es extraño que nos pase lo que nos pasa, que nos encontremos en medio del fuego cruzado sintiendo no pertenecer a ningún bando. El no pertenecer es un signo de estos tiempos llamados de posmodernidad. El no creer es su correlato. El desentenderse es su consecuencia. Una comunidad al garete es sólo responsabilidad de sus miembros. En épocas de tormentas hay que elegir un piloto, que aunque pueda estar lejos de lo deseable, es preferible a no tener ninguno. Napoleón decía que “es preferible un mal general que dos buenos” porque se requiere en esas condiciones de excepción la capacidad de decidir, y es peor que no haya decisión alguna. Hoy somos espectadores en la puja de los intereses mezquinos por el reparto de los bienes que deben ser compartidos. Mientras nos mantengamos en la platea otros decidirán el resultado parados en el escenario. Una larga historia avala lo dicho.

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