Los sistemas sociales, dentro de sus límites, funcionan con una lógica propia. Los imperios de la antigüedad exigían que todos los sometidos pagaran impuestos a la metrópoli, para ellos dominar era recaudar. La globalización es un modelo imperial, si no leamos a George Soros: «El sistema capitalista puede compararse con un imperio cuya cobertura es más global que la de cualquier imperio anterior. Gobierna toda una civilización y, como otros imperios, quienes están fuera de las murallas son considerados bárbaros». Cuando la Casa Blanca tuvo conciencia de que había logrado sumarse a la lista de los imperios de la historia asumió ser la Comandante en Jefe y se comportó como tal. Por ello, ya en 1948, el jefe de planificación del Departamento de Estado, George F. Kennan pudo escribir en un memorando confidencial interno: «Tenemos aproximadamente un 50% de la riqueza del mundo, pero sólo un 6,3% de su población… Nuestra verdadera tarea en el período por venir es elaborar un modelo de relaciones que nos permita mantener esa posición de disparidad sin sufrir un detrimento en nuestra seguridad nacional». De allí en más pudieron haber cambiado los estilos, pero el objetivo fundamental quedó grabado en el mármol.
Pero, decía Fierro: «No hay tiento que no se corte, ni plazo que no se cumpla», y la historia siguió su curso. Hoy nos encontramos en la otra punta de esa historia. Desde los ochenta las cosas se comenzaron a desmadrar y una sucesión de crisis anunciaba ciertos resquebrajamientos en la base de la pirámide. Se hizo necesario innovar sin que este proceso alterara el concepto central. Esta nueva etapa requería de nuevos conceptos. Así fue que en diciembre de 1996 se hizo público el concepto de «nueva economía» desde la tapa del semanario estadounidense Business Week, que se extasiaba entonces ante un verdadero milagro: «Desde comienzos de 1995 el mercado ha crecido en un resonante 65%. ¿El mercado se ha vuelto loco? Nada de eso», y explicaba las causas: «la emergencia de una nueva economía edificada sobre la base de los mercados globales y la revolución informática. Desde comienzos de los años 80, y de manera acelerada en los últimos años, la economía estadounidense ha iniciado una reestructuración fundamental. Un tercio del crecimiento económico se debe a las inversiones en computadoras y en telecomunicaciones. De Internet a la televisión, nuevas empresas aparecen prácticamente de un día para el otro para aprovechar las tecnologías de vanguardia».
Importantes personajes del medio financiero, apoyados en la certeza que da el éxito, lo aseguraban. Como Bruno Vanryb, director de la firma francesa BVRP Software: «La nueva economía es más de todo: más finanzas y más Bolsa, más competencia, equipos, crecimiento, servicio, y menos tiempo y distancia. Las empresas de la nueva economía muestran en efecto crecimientos anuales de 200%, 300% y hasta de 600%. En cuanto un producto aparece, al cabo de dos o tres meses surgen los competidores. Más finanzas y más Bolsa: las empresas pueden obtener capitales en la Bolsa y utilizarlos para hacer compras. Es también un acelerador del crecimiento: se puede aumentar más rápidamente la facturación y la presencia en el mercado».
Volvemos aquí a comprender algo que ya quedó dicho más arriba. Si todo crece a velocidades inexplicables, aunque se argumente la facilidad tecnológica, debió llamar la atención de las cabezas más lúcidas y menos enceguecidas por el dinero fácil. Este desarrollo repentino y deslumbrador ocultaba las burbujas que habían comenzado a formarse. Sin embargo, una vez más quede dicho, sonaron voces de alarma que no fueron escuchadas. Hasta el mismísimo Greenspan advirtió la burbuja de las “punto.com”.