Los responsables de los grandes medios, sus caras visibles, sus periodistas, sus directores, adoptan una actitud purista al sostener que ellos no fabrican la realidad, no hacen más que reflejarla y comunicarla. Dicen no ser culpables de cómo es la realidad, no crean ni distorsionan los hechos, tan sólo nos informan acerca de ellos. Esta defensa suena tan infantil, tan ingenua, que no es nada fácil de acompañar. Sin embargo, por el mismo efecto de la anestesia aplicada, es muy poco lo que se ve como reacción ante todo ello. Creo que no es que nadie advierta lo que se está tramando es que la anestesia produce como efecto residual un escepticismo respecto de lo que podría hacerse para impedir, aunque más no sea en parte, algo para cambiar este estado de cosas. Debo aceptar que el proceso que ha logrado instalar en la conciencia colectiva este modo de la verdad, que es la mentira periodística, ha sido altamente eficaz.
El profesor Munnigh sostiene: «Los medios no sólo muestran: también ocultan. No sólo ocultan: también simulan. En nuestro imaginario, la información que recibimos -similar a las imágenes- posee un efecto de verdad. Como si perteneciera, por derecho propio, a un régimen de verdad y creencia. En este régimen, toda información sería por sí misma verdadera, indubitable. Hemos establecido una relación de identidad entre información y objetividad, información y verdad. En virtud de esta relación, toda información sería un relato de verdad. Nos hemos habituado a aceptar toda noticia, toda información, toda imagen del mundo salida de los medios como verdadera, absolutamente cierta, sin criticarla ni cuestionarla a fondo. Incurrimos en la creencia de todo cuanto se nos informa». Está haciendo una descripción de los resultados del fenómeno global de la información. Y sigue.
«Los denominados “intelectuales mediáticos”, que suelen confundirse con los informadores públicos, son responsables de difundir una forma de la verdad, una opinión generalizada y al parecer consensuada. Pretenden ser los detentores naturales del consenso y la opinión pública. Existe un discurso general, cuasi-oficial, pseudo-legítimo, formateado por los poderes mediáticos. Esos poderes se hallan, tanto al nivel local como mundial, en manos de grandes corporaciones financieras, de lobbies político-económicos, de grupos empresariales a los que se vinculan estrechamente grupos editoriales y académicos». Nos pone frente al poder concentrado que es el responsable de esa comunicación masificada.
«En el ejercicio de esa forma de la verdad, de ese discurso formateado, se recurre hoy sin ningún tipo de escrúpulos a todos los recursos del poder (desde el chantaje, el soborno, la intimidación, la mentira y el engaño conscientes, hasta la censura y la autocensura en los medios) para justificar políticas hegemónicas y guerras de saqueo y despojo en nombre de la “guerra contra el terror”. La guerra de agresión contra Irak es el ejemplo más elocuente». Claro que no es el único. Alcanza con comprobar cómo aparecen ese tipo de verdades y desaparecen con la misma velocidad. La afirmación de algo puede ser seguida con la afirmación de lo contrario, muchas veces, casi sin solución de continuidad. O puede tomarse un breve tiempo como para dejar caer en el olvido lo dicho y así poder reemplazarlo.
Algo de culpa tenemos en todo esto. Me atrevo a decir que sin un poco de complicidad colectiva, de un dejar hacer, una parte de todo esto tal vez hubiera sido evitado. No se me escapa que los logros obtenidos por el sistema informático fueron el resultado de años de estudio y planificación y de una tenacidad, digna de mejor causa, en la aplicación de las medidas necesarias para ese triunfo. También debo aceptar que nada de ello paso repentinamente, que fue un largo proceso de mutación paulatina. Pero hoy, que empieza a hacerse público por lo menos una parte de todo lo dicho, ¿no deberíamos comenzar a levantar nuestras voces de rechazo? ¿no deberíamos organizarnos par acordar formas de hacer sentir ese rechazo?