He hablado de un olvido. Pero este olvido no es consecuencia de la fatalidad del proceso histórico. Fue un olvido promovido, educado, predicado y conseguido. Fue el resultado de una campaña en la que los medios de comunicación cumplieron un papel educador excelente. Debemos recordar aquello de que «un Estado chico agranda la sociedad», que “la menor intervención posible del Estado posibilitaba el desarrollo de las fuerzas económicas”. Por ello, la libertad luchada y defendida durante tantos años, bandera de nuestros próceres, fue reducida a la libertad económica con lo que se redujo al ciudadano político a la categoría de agente económico.
Así fue que el mercado se convirtió en el marco de toda reflexión política, económica, cultural, educativa y fue el decisor privilegiado de los grandes temas. Crecer es sinónimo de crecimiento económico, lo demás vendría por añadidura. Dentro de ese modelo del pensar no había cabida para el planteo de otros temas o de otro modo de hacerlo. Esa matriz de pensamiento era de cuño económico, pero del peor, del economicismo. Se convirtió, de este modo, en esa desviación del pensamiento que acertadamente Ignacio Ramonet la denominó el pensamiento único. Este modelo dictaminó que había un solo tipo de problemas y que había una sola manera de resolverlos: el mercado. Todo otro intento mostraba el arrastre de reminiscencias setentistas y por tal razón quedaba desacreditado. A pesar de todas las consecuencias padecidas por el imperio de ese pensamiento todavía se puede oír hoy a algunos personajes que siguen utilizando esa acusación como denigratoria: ser un setentista. Esta idea se contrapone a ser un hombre pragmático, realista, es decir, alguien que acepte el mundo de hoy como el único posible, que sólo admite algunos retoques.
Detengámonos un momento sobre esta idea. ¿A qué se alude con esa calificación? Posiblemente a aquellos que siguen sosteniendo que la soberanía nacional es un tema innegociable; que la independencia económica es un punto de partida imprescindible para la construcción de una comunidad nacional saludable, en el sentido más abarcador de la palabra; que la distribución equitativa de la riqueza nacional es la piedra fundamental sobre la cual construir una comunidad más justa; que la atención de los más necesitados, de los débiles, de los excluidos, de los niños, de los ancianos, debe privilegiarse por encima de los objetivos economicistas. En fin, si todas estas ideas, o algunas más o algunas menos, definen a un setentista deberíamos contestar que gran parte de estas ideas tienen nada más que dos mil años de antigüedad, porque un setentista desarrapado, que andaba predicando por la Palestina, con otro lenguaje propio de sus tiempos, nos enseñó todo ello.
Me parece que empieza a quedar más claro de qué se trata el problema. Haber caído en la red de ideas sostenida por el pensamiento único hizo que fuéramos olvidando la idea de Nación, porque ella es mucho más que un entramado institucional que regula la vida comunitaria, ella es el marco de posibilidad para la realización de las ideas que pretenden construir una comunidad desde el pensamiento humanista. Defender la idea de Nación equivale a defender el hogar patrio, y en el hogar se privilegia el bien común por encima de los intereses de sus miembros, se atiende primero al que más necesita, no al que más se impone, y se preserva la paz común para el libre desarrollo de la libertad de todos. Pero una libertad integral, que comienza por la libertad de espíritu, para dar lugar a la libertad de las ideas que de allí se desprenden y la libertad de acción que se encamina hacia el bien común. Una vez más, la educación de la que hablaba debe ser pensada dentro de este marco.