Nos estamos acercando al tema central de este trabajo: la crisis en que está sumido el capitalismo. Es cierto que esta no es la primera de ellas y que, como sostienen sus defensores, de todas las anteriores salió, con sus heridas pero salió. La pregunta es si ésta es una más de ellas o es la definitiva, además que sea la definitiva no debe interpretarse como un derrumbe a corto plazo, puede durar siglos, aunque puede estallar en pocas décadas. Me adelanto a responder: esta pregunta no es nada fácil de contestar y es muy probable de que nadie tenga la contestación definitiva. Puedo decir, desde mis convicciones, que el capitalismo especulativo voraz está herido de muerte, pero como los grandes monstruos de las historias su muerte puede llegar en un plazo mayor al deseado por quienes sueñan con un mundo mejor. Cito ahora a un diplomado de la famosa y prestigiosa London School of Economics, el Dr. Chris Harman (1942 -2009), periodista británico y editor internacional, que mantuvo una posición muy crítica, según veremos. Ante la crisis financiera que estamos padeciendo. Sostuvo:
Enfrentados al desbarajuste del sistema, eran como gente tratando de navegar un barco sin mapa, compás o timón. Depositaron su fe en la economía «neoclásica» ortodoxa, tal y como se enseña en los institutos y las universidades, ya que se supone que prueba la superioridad del capitalismo frente a cualquier posible alternativa. Pero nunca ha sido capaz de explicar la propensión del sistema a las crisis. El sistema descansa sobre la interacción no planificada de miles de corporaciones multinacionales y un puñado de grandes gobiernos. Es como un sistema de tráfico sin señalización, carteles, semáforos, restricciones de velocidad e, incluso, sin una conciencia clara de que todas y todos deben conducir por un mismo lado de la carretera. Esto hace que sea muy difícil, para aquellos que proclaman tener una visión del sistema, evitar que los derrumbes en el sector financiero se generalicen en algo mucho más serio dentro de unos meses. Y cualquier éxito que tengan será temporal, como mucho demorando el momento de la catástrofe un par de años.
El periodista inglés Larry Elliott escribió en febrero de este año (2010):
Nadie podrá decir que no les avisaron. Hace una década, recién despedido de su puesto de economista jefe del Banco Mundial, Joseph Stiglitz puso al descubierto la chapuza en que los ideólogos del libre mercado del Tesoro norteamericano y el Fondo Monetario Internacional habían convertido la crisis financiera asiática del final de la década de 1990. Suponía un ataque en toda regla por parte de alguien situado dentro del mismo Washington e hizo daño, sobre todo cuando Stiglitz afirmó que muchos de los responsables de obligar a países como Tailandia e Indonesia a soportar una recesión más profunda y más larga eran «licenciados de tercera de universidades de primera». Concluía él su artículo de New Republic avisando al FMI y al Tesoro norteamericano que, a menos que comenzaran a dialogar con sus críticos, «las cosas seguirán yendo muy, pero muy mal».
Paul Krugman decía reflexivamente, no hace tanto tiempo:
Es difícil creerlo ahora, pero no hace tanto tiempo los economistas se felicitaban mutuamente por el éxito de su especialidad. Estos éxitos -o al menos así lo creían ellos- eran tanto teóricos como prácticos y conducían a la profesión a su edad dorada. En el aspecto teórico, creían que habían resuelto sus disputas internas. Así, en un trabajo titulado The State of Macro (es decir, de la macroeconomía, el estudio de cuestiones panorámicas como lo son las recesiones), Olivier Blanchard, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), actualmente economista jefe del Fondo Monetario Internacional, declaraba que había habido «una amplia convergencia de puntos de vista». Y en el mundo real, los economistas creían que tenían las cosas bajo control: «El problema central de la prevención de la depresión está resuelto», declaraba Robert Lucas, de la Universidad de Chicago, en su discurso inaugural como presidente de la American Economic Association en 2003. En 2004, Ben Bernanke, un antiguo profesor en Princeton que ahora preside la Reserva Federal, celebraba la Gran Moderación del comportamiento económico comparado con las dos décadas precedentes, y que atribuía en parte al mejorado desempeño de la política económica.
Leer lo que dicen analistas de primera línea me parece importante dado que enfrentamos cotidianamente una versión, la que circula por los medios concentrados, que sostiene que ya pasó lo peor y que el sistema esta retomando su senda de crecimiento. Debemos comprender que detrás de esas manifestaciones optimistas asoma la intención de alentar la actividad económica: que los productores inviertan y produzcan y que los consumidores compren, de modo de colocar nuevamente sobre sus vías a la economía real, sacudida por la experiencia extraviada de los financistas especuladores. Veamos, un poco, como operaron estos personajes, convertidos hoy en los “chicos malos”. No es que no lo hayan sido, es que no reside allí la totalidad de las causas de las crisis, como algo ya vimos. Avancemos con la lectura del Dr. Harman:
Para ver el comienzo de este proceso es necesario mirar de dónde ha venido la crisis. Todo el mundo está de acuerdo en que las causas inmediatas yacen en las hipotecas de alto riesgo de EEUU. Ávidos de hacer ganancias fáciles, los financieros empezaron a prestar dinero a quienes antes eran vistos como altamente peligrosos porque eran pobres, no tenían empleo seguro o no habían sido capaces de pagar deudas previas. Los precios de las casas estaban subiendo y se asumió que si no podían mantener los pagos de sus hipotecas podrían expropiarlas y venderlas con una ganancia muy apetecible. Los financieros que prestaron dinero en mucho de los casos no lo hicieron de sus propios bolsillos. Éstos, a su vez, fueron a pedir dinero a otros, y ésos, en consecuencia, pidieron en otro lado. En cada fase, pequeñas diferencias en tasas de interés para números muy grandes de transacciones implicaban sumas enormes de dinero, que aparentaban beneficios sin esfuerzo. Virtualmente todos los grandes bancos en ambos lados del Atlántico se unieron, constituyendo entidades especiales para poder pedir prestado y dar crédito, empaquetando toda clase de tipos de préstamos juntos, que se llamaron «instrumentos financieros». Durante un tiempo todo parecía ir bien y los que estaban involucrados se felicitaban unos a otros por su brillante actuación emprendedora. Poco tiempo antes de la crisis, en el Northern Rock tuvo lugar «el brindis de una glamorosa cena en el sistema financiero donde fue alabado por sus habilidades en innovación financiera».
Los primeros signos de que no todo iba tan bien, como se oía decir a las voces más aplaudidas por el gran éxito hasta entonces, se mostraron alrededor de comienzos del 2007. El crecimiento económico de EEUU empezó a mostrar dificultades. El incremento brusco en el número de hipotecados que no podían pagar las tasas de interés y de quienes dependía todo el negocio se tornó delicado. Crecía el número de expropiaciones. Pero: «los implicados en el negocio de los «instrumentos financieros» estaban más interesados en continuar con la cosecha de beneficios que en los problemas de los estadounidenses pobres». Entonces, algo comenzó a mostrarse como una disfunción del negocio. Los precios inmobiliarios comenzaban a caer ante la sobreoferta de bienes, los prestamistas descubrieron que el negocio ya no era lo que se suponía, la puesta en venta del millón de casas expropiadas, para conseguir el dinero para pagar lo que ellos mismos habían pedido prestado no alcanzaba para saldar sus pasivos. Los bancos de pronto se enfrentaron a pérdidas de decenas de billones de dólares. Lo que empeoraba más la situación era que nadie sabía con exactitud dónde se detenía la caída, lo que comprometía la situación de cada banco en particular. El problema real radicaba en la complejidad de los «instrumentos financieros», es decir el intrincado sistema de préstamos sobre préstamos sobre otros préstamos, una verdadera locura que era indescifrable. Las instituciones financieras de todo el sistema sintieron miedo para prestarse dinero entre ellas, ya que no sabían si lo recuperarían. Esto provocó lo que se llamó la «crisis crediticia».