La crisis del petróleo sirvió como justificativo para explicar la depresión económica de los setenta y los ochenta, y culpar a los países integrantes de la OPEP de la misma. Sin embargo, es necesario ampliar el análisis para una mejor comprensión de esta etapa decisiva en el curso del capitalismo del siglo XX. Podemos leer algunas formas de encontrarle una explicación que se planteaba con estas palabras: «Frente a la crisis iniciada en 1973, producto de la disminución de las tasas de ganancias de las grandes empresas, se empezaron a cuestionar las ideas keynesianas de intervencionismo estatal y se inició un cuestionamiento teórico y práctico del funcionamiento del “estado de bienestar”. El Estado, según los críticos, gastaba demasiado y era eso lo que generaba la crisis, por lo tanto había que reducirlo. El keynesianismo aseguraba que frente a la crisis había que seguir aumentando el poder adquisitivo de la gente para aumentar el consumo y la producción, y por lo tanto, mantener el pleno empleo, aunque eso generara una inflación controlada y disminuyera las tasas de ganancias de los industriales».
Se puede ver un contraste de ideas, que representan intereses opuestos, respecto de la situación real de la década mencionada. La importancia de un claro discernimiento al respecto radica en que este debate se mantuvo a lo largo de las décadas siguientes y todavía no se ha encontrado una solución política. Solución que requiere la derrota de una de estas dos posiciones. Detrás de las palabras citadas se debe detectar los intereses en pugna. La crisis pone de manifiesto que la rentabilidad del capital va decreciendo, ante lo cual se proponen dos salidas: 1.- la continuidad del modelo de intervención estatal apuntando a la mejor distribución de la riqueza producida suponiendo, como lo había demostrado el periodo 1945-1970, que de ese modo se garantizaba el consumo por el buen nivel de la retribución al trabajo; 2.- la del reclamo de los capitalistas de volver a un Estado mínimo que eliminara la participación estatal frente al mercado, facilitando la concentración de la riqueza en pocas manos, lo que acarrearía el sacrificio de la distribución en desmedro de la retribución al trabajador.
Los críticos del Estado de Bienestar, neoliberales o neoconservadores, decían que el aumento de las ganancias era el único motor de la economía. Por lo tanto se debían reducir los costos volviendo al liberalismo tradicional con la reducción del Estado, disminución de los salarios y eliminación de los puestos de trabajo “innecesarios”. Esta reducción de los costos productivos: menor monto salarial por el despido de trabajadores, con mayor productividad a través del aumento de las horas de trabajo, permitiría el recupero de los niveles de rentabilidad de otras épocas. De este modo se incentivaría la inversión como camino de salida de la crisis. Las décadas de los ochenta y noventa mostraron el predominio de la segunda postura que culminó en el ya famoso Consenso de Washington .
Voy a recurrir al aporte de una autoridad académica, el profesor Mario Rapoport, investigador del Conicet, que describe esta situación con los siguientes conceptos: «Las ideas keynesianas dieron, por su parte, sustentabilidad al sistema de Bretton Woods con la conformación de los Estados de Bienestar, cuyas prestaciones en materia de seguridad social, salud, educación, etc., cubrían con sus beneficios a la mayoría de la población limitando los conflictos sociales en las regiones avanzadas del capitalismo. Esto iba acompañado por un proceso de intervención de los Estados en las economías y de nacionalización de los servicios públicos y de algunos sectores productivos. Se verificó, asimismo, un incremento de movimientos sociales y culturales y del poder de los sectores sindicales, que empujaron a un alza en los salarios reales y a una mejora en las condiciones de vida de los trabajadores, especialmente en los países desarrollados, pero se fueron incubando, al mismo tiempo, ideologías contestarias al sistema».
En este párrafo quedan sintetizadas las razones por las cuales se produjo la reacción de los sectores del capital. Los beneficios conseguidos por los trabajadores durante esas décadas costaban un dinero que el Estado conseguía a través de impuestos a la renta. Por lo tanto, eliminar esas ventajas y erradicar la presencia del Estado en el juego económico, retrotraía la relación capital-trabajo a principios del siglo XX.