El sorprendente progreso al que se llegó, entre los siglos XI y XII, en las esferas de lo económico y social, en las ciudades del norte de Italia nos está alertando sobre la presencia de un capitalismo embrionario. Esto nos advierte respecto de que esa aparición se está produciendo dentro de un cuadro cultural cuyas prácticas se mantenían contenidas por el entramado ideológico de la cristiandad. Entonces, ¿por qué hablar de capitalismo?
Es para detectar que lo que va a suceder después de la Revolución industrial inglesa tenía sus raíces en esta época, seis siglos antes. Si utilizo este concepto, con un significado amplio y más abarcador, es porque ya allí aparece: la existencia de un mercado regulado pero que admitía la búsqueda del lucro necesario en el juego de la oferta y la demanda. Este esquema se desenvolvió dentro de un marco de solidaridad y respeto por la función social de la economía: atender las necesidades de todos los comuneros.
El desarrollo de la actividad económica impulsó el crecimiento de los diferentes oficios, por una progresiva división del trabajo cada vez más especializada. A ello debe agregarse la necesidad de defender las ventajas obtenidas en el ejercicio de la profesión. La forma institucional que fue creciendo y consolidándose fue el gremio (no debe confundirse con el sindicato: el primero agrupa al artesano, a los obreros y a los aprendices de un mismo oficio; el segundo congrega sólo a los trabajadores de un mismo oficio). Los gremios controlaban las relaciones laborales, las formas y calidad de la producción y los precios de venta.
La complejidad de las relaciones internas de la ciudad, por el crecimiento de sus actividades, demandó el dictado de normas y reglamentaciones para asegurar un correcto funcionamiento de un mercado controlado. El organismo de gobierno que afrontará esa tarea central fue: la corporación de gremios artesanales. No se puede comprender esta nueva estructura de relaciones sociales y políticas si no se tiene en cuenta el peso del cristianismo como cultura dominante.
No me estoy refiriendo a la Iglesia católica, sino al espíritu cristiano que imperaba. Ello le aportó una característica diferente a las corporaciones medievales: la sociedad era distinta, la ciudad era distinta. El carácter religioso cristiano le sumó una moral social, que delimitaba sus prácticas. Por ello era común que el mercado encontrara su mejor lugar alrededor de una capilla o una parroquia y se lo colocaba bajo la invocación de un santo que se convertía en su patrono. Se celebraban las festividades con un gran sentido fraternal terminando en grandes banquetes. Allí imperaba la solidaridad y la alegría. Esas fiestas, muchas veces, servían para la recolección de fondos para beneficencia. La finalidad moral de las organizaciones respecto del medio social es expresada por el sociólogo francés Emilio Durkheim (1858-1917) en su libro De la división del trabajo social (1967) con estas palabras:
Por otra parte reglas precisas fijaban para cada oficio los deberes de los patrones y de los obreros, así como los deberes de los patrones entre sí. Hay, es cierto, reglamentos que pueden no estar de acuerdo con nuestras ideas actuales; pero debe juzgarse con la moral de su tiempo, ya que es a ésta a la que expresa. Lo que es indiscutible que están todos inspirados por la preocupación, no de tales o cuales intereses individuales, sino del interés corporativo, bien o mal entendido, ese no es el tema.
Esta organización no era sólo de carácter profesional, respondía a todas las necesidades de sus miembros. En las corporaciones de artesanos se celebraban fiestas en las que se reconocían las habilidades especiales y el trabajo bien hecho. El producto del trabajo tenía una estrecha relación con el productor y era su orgullo.
La subordinación del interés particular al interés general conlleva siempre una moral solidaria, un sentido de la corresponsabilidad, un sentimiento de solidaridad, pues implica postergar el deseo propio en pos de la satisfacción del conjunto. Esto fue regla general en todas las corporaciones de artesanos y comerciantes; prueba de ello es que:
Estos reglamentos sobre los aprendices y obreros están lejos de ser desdeñables para el historiador y el economista. No son la obra de los siglos “bárbaros”. Llevan el sello de una perseverancia y de un cierto buen sentido que son, sin duda, dignos de ser señalados. Por otra parte existían reglamentaciones que regulaban y castigaban con suma severidad las desviaciones a la probidad profesional, que cuidaban la calidad y el precio para evitar cualquier engaño al comprador.
Todo lo dicho es suficiente para probar el carácter moral que presidía la actividad profesional, la producción y el comercio. La ciudad medieval se organiza bajo la presencia de las corporaciones profesionales, éstas van a desempeñar un papel político-institucional importante. Los cuerpos de oficio que tanto habían hecho por el logro de esa independencia se fueron convirtiendo en la base de su estructura política:
Los artesanos se reunían todos los años para elegir los alcaldes de cada corporación o grupo; los alcaldes electos nombraban luego a doce regidores que, a su vez, nombraban a otros doce, y la regencia presentaba, por su parte, a los alcaldes entre los cuales se elegía el alcalde de la comuna. En algunas ciudades el modo de elección era muy complicado, pero, en todas, la organización política y municipal estaba estrechamente unida a la organización del trabajo. Inversamente, así como la comuna era un conjunto de cuerpos de oficio, el cuerpo de oficio era una comuna en pequeño, porque había sido el modelo del cual la institución era la forma aumentada y desarrollada.
No se debe olvidar que todavía faltaban algunos siglos para la Revolución francesa en la que una Asamblea concedería los derechos a la figura del ciudadano.