Si no logramos superar nuestra mirada, condicionada por la experiencia de nuestras prácticas sociales cotidianas, inmersas en un clima de competencia entre individuos, ya tan naturalizadas que perdemos de vista sus consecuencias, nos será muy difícil acercarnos a las formas de vida de aquellos siglos del X al XV. La ideología en que se sustentan, un individualismo enfermizo que marchita una de las mejores cualidades del alma humana: la solidaridad, no es fácil abordar el tema que voy a plantear: la solidaridad social. Para entrar a este tema me apoyaré en un libro publicado a comienzos del siglo XX, su autor fue un príncipe ruso Pedro Kropotkin (1842-1921), geógrafo, naturalista y antropólogo. Estudió la vida en las comunas medievales, de las cuales nos da una pintura sorprendente.
Podemos, siguiendo a este autor, corroborar y profundizar lo que hemos ya analizado de esta forma social: la comuna aldeana. Este investigador rescata los aspectos solidarios de la vida en ellas. Dice el autor respecto de esta organización medieval:
El objeto principal de la ciudad medieval era asegurar la libertad, la administración propia y la paz. La base principal de la vida de la ciudad era el trabajo. Pero la producción no absorbía toda la atención del economista medieval. Con su espíritu práctico comprendía que era necesario garantizar el consumo para que la producción fuera posible; y por esto proveer a la necesidad común de alimento y habitación para pobres y ricos era el principio fundamental de la ciudad.
Debemos detenernos a pensar lo que hemos leído: la preocupación primera era garantizar la existencia de consumidores para que hubiera una salida necesaria para los bienes producidos. Inmediatamente nos asalta la pregunta; ¿cómo lo lograron? Nuestro investigador nos responde:
Estaba terminantemente prohibido comprar productos alimenticios y otros artículos de primera necesidad antes de ser entregados al mercado, o a comprarlos en condiciones especialmente favorables, no accesibles a todos, en una palabra, especular. Todo debía ir primeramente al mercado y allí ser ofrecido para que todos pudieran comprar hasta que sonara la campana y se anunciara el cierre. Sólo entonces podía el comerciante minorista comprar los saldos restantes: pero aún en este caso su beneficio debía ser un beneficio honesto… En una palabra, si la ciudad sufría necesidad, la sufrían entonces, más o menos, todos; dentro de sus muros nadie podía morir de hambre.
La investigación cuenta con una cantidad apreciable de documentos de la época que demuestran que en muchas ciudades se designaban funcionarios para la compra de lo que la ciudad no producía, y se ofrecía por igual a todos los comuneros (los habitantes de las comunas). Del mismo modo muchos gremios artesanales hacían compras comunitarias de sus materias primas, repartiendo las utilidades que el mejor precio les proporcionaba. El espíritu del cristianismo se reflejaba en toda la actividad económica:
El trabajo era considerado como un deber moral hacia el prójimo, ya que cumplía una función social. La idea de justicia con respecto a la ciudad, y la de verdad con respecto al productor y al consumidor y sus intercambios, eran la regla de todas las relaciones sociales. Reinaba un espíritu tal en el orgullo por el trabajo bien hecho, por cualquier artesano, que los defectos de fabricación avergonzaban a quien lo producía. Los defectos técnicos en las manufacturas afectaban el prestigio de toda la comuna, puesto que atentaban contra la confianza pública, por ello, como la producción era un compromiso social, quedaba bajo el control de la corporación del gremio la verificación de calidades, precios y modelos.
Es probable que el tono de la descripción del investigador ruso puede parecer paradisíaco, y que mueva al descreimiento del lector. No debe sorprendernos. Para ello debemos tomar conciencia de que estamos educados por una versión de la Historia que, para ampliar la imagen de los países centrales de Europa y justificar las políticas imperiales, se ha tejido una narración que distorsionó los hechos reales. Era necesario inculcar la ideología de la lucha de todos contra todos, al amparo de la cual se justificó el individualismo que caracterizó al nuevo capitalismo del siglo XVIII en adelante.
Al presentar a los países imperiales como la expresión de la superioridad cultural, necesitaban encubrir con ello el saqueo y la depredación de los pueblos de la periferia. La dominación colonial impuesta encontraba en la superioridad cultural la justificación de lo que hacían.