Llegados a este punto, vamos a detenernos para abrir un momento de reflexión sobre los entramados históricos que subyacen al discurrir de los hechos sociales y culturales cotidianos. Quiero llamar la atención del ciudadano de a pie, sobre las limitaciones que impone el tratamiento periodístico de los grandes problemas. Es decir, al convertir todo en noticia, los hechos trascendentales aparecen llevados por la catarata informativa diaria. De este modo se impide el análisis de las grandes corrientes culturales, en su sentido omnicomprensivo, que van conformando un marco de proceso. Sólo dentro de él es posible entender los cambios estructurales.
El párrafo anterior, puede parecer un señalamiento académico al alcance de pocos, pero debo insistir en que sólo mediante el ejercicio del alejamiento de lo inmediato, de lo que está a la mano, es posible un análisis y compresión de los fenómenos fundamentales de la historia humana. Volviendo al curso que venimos siguiendo en las columnas anteriores, ahora intento acercarnos al problema básico que diferencia las historias de los dos pueblos que he presentado: la de los estadounidenses, que ha llegado hasta nosotros muy maquillada por su aparato publicitario, y la del nuestro, que ha padecido un déficit de autoestima en las comparaciones con esa otra historia.
El sociólogo alemán, Max Weber (1864-1920), profesor de la prestigiosa Universidad de Heidelberg, estudió los orígenes del capitalismo. En un libro suyo La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904) propuso una tesis muy importante para comprender este acontecimiento de trascendencia mundial. Comenzaba su estudio con esta afirmación:
Si alguien perteneciente a la civilización moderna europea se propone indagar alguna cuestión que concierne a la historia universal, es lógico e inevitable que trate de considerar el asunto de este modo: ¿qué serie de circunstancias ha determinado que sólo sea en Occidente donde hayan surgido ciertos sorprendentes hechos culturales que han generado un rumbo evolutivo de validez y alcance universal?
En este libro pretende aproximarse a un momento concreto, de suma importancia, que posibilitó redefinir con claridad una relación que se fue facilitando por la incidencia de ciertos ideales religiosos en la conformación de lo que él definió como una “mentalidad económica”. Esta situación, de características muy especiales prestó la condición sin la cual la emergencia del proceso capitalista no hubiera tenido lugar, por lo menos en ese tiempo y en ese lugar.
El deseo de ganancia existió desde la antigüedad, pero la ganancia siempre renovada, acumulada, a partir de una sistematización racional de la producción y el comercio, fue la novedad. De modo tal que, dentro de esa organización de la economía: el orden capitalista desplazó y subordinó cualquier esfuerzo individual que no tuviera ese objetivo: el lucro. La ganancia convertida en rentabilidad del capital modificó el orden social. La novedad que se presentó en Occidente fue la organización de una forma económica, desconocida hasta entonces en cualquier otra parte del mundo: la organización racional-capitalista del trabajo básicamente libre.
Evidentemente, la ruptura con el tradicionalismo económico dio paso a modos y costumbres que requieren encontrar las causas profundas, excepcionales, que posibilitaron esa novedad. Weber ofrece, entonces, una explicación que se impuso en la línea de las investigaciones posteriores sobre el capitalismo: la incidencia de la ética protestante.