Siguiendo la línea de lo que vengo exponiendo aparece un aspecto que, creo, costará hacerlo convincente para un público no habituado a la investigación periodística. Con esto quiero decir, que el receptor de información pública a través de los grandes medios concentrados acepta la noticia con una cierta dosis de ingenuidad o, tal vez, no le preocupe mucho la veracidad de lo que recibe. Este es un tema de investigaciones en los países centrales, especialmente los Estados Unidos, donde el estudio del comportamiento de los públicos masificados se viene desarrollando desde comienzos del siglo XX. Las universidades de Missouri y Columbia, fueron las primeras en crear la carrera de periodismo, dándole el prestigio y la seriedad de los estudios universitarios, por lo cual la investigación fue una de sus tareas más cuidadas y desarrolladas.
Un tema de la mayor atención fue el comportamiento de los públicos masificados y quien se destacó en ello fue un muy importante intelectual estadounidense, Walter Lippmann (1889–1974), periodista, comentarista político, crítico de medios y filósofo. Su propuesta fue reconciliar la tensión existente entre libertad y democracia en el complejo mundo moderno, dentro del cual la información desempeña un papel fundamental. Veía el propósito del periodismo como «trabajo de inteligencia» (intelligence work) ─reunión de información, de modo similar a la de la inteligencia militar─. Concebía la tarea periodística como el enlace entre el sistema político y el público:
Un periodista busca hechos en los dirigentes políticos, los transmite a los ciudadanos y estos forman una opinión pública. En este modelo, la información puede usarse para mantener la responsabilidad de los dirigentes políticos frente a los ciudadanos.
Sin embargo, en su función de periodista, no consideraba sinónimos la verdad y la noticia:
La función de la noticia es señalar un hecho, la función de la verdad es traer a la luz los hechos ocultos, ponerlos en relación uno con otro, y hacer un cuadro de la realidad sobre el que los hombres puedan actuar. La versión de la verdad de un periodista es subjetiva y limitada a según cómo él construye su realidad. Las noticias, por tanto, son imperfectamente registradas y demasiado frágiles para soportar la carga de ser un órgano de democracia directa.
Lippmann sostiene que no puede dejarse librado al azar el juego dentro del sistema democrático por las derivaciones que pueden producirse, teniendo en cuenta la pluralidad de sus componentes:
En una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales de gobierno y administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total.
Esta definición nos pone en camino de comenzar a entender. Como decía George Orwell (1903-1950) en Rebelión en la granja: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros». Hay un sector pequeño de gente pensante que es la clase que se encarga de los temas del poder: piensa y decide. El resto, la gran mayoría, deben ser manejados manteniéndolos ocupados y entretenidos para que no generen conflictos:
Qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que se debería llamarse el rebaño desconcertado. Debemos protegernos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada que ejerce la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por el otro, el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma activa. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.
Y esto de ningún modo debe ser pensado como un tema ideológico. Para sorpresa de muchos Lippmann era un demócrata convencido, pero sintió el peso de la responsabilidad que les correspondía a los “pensantes”: velar por la paz y el buen funcionamiento del sistema. Por ello, la verdad que sostenía fundamentaba todo eso: es el diagnóstico claro y despiadado que no puede ignorarse:
Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas. Por lo mismo, no se debe dar ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.
Para nosotros, argentinos que tenemos una historia y un concepto de democracia más europeo, puede escandalizarnos las cosas que dice. Sin embargo, lo importante es que este modo de pensar se fue globalizando e imponiendo tanto en Europa como en América en las élites políticas. Esto nos remite al tema de la próxima columna.