Ricardo Vicente López
Nuestra educación institucional nos habituó a un tipo de saber excluyente de toda otra forma que no respondiera al canon del paradigma científico, denominado también paradigma newtoniano. No es que este deba ser descartado y/o reemplazado. El tema que estoy planteando es que ese modelo del saber, muy exitoso durante siglos, se ordenó en torno a la investigación de las ciencias de la naturaleza y las del cosmos. Esa estructura, carente de una sabia flexibilidad, le impone a sus investigaciones una rigidez que las hace incompatibles con las formas necesarias para abordar un saber sobre lo humano. En este terreno impera la novedad, lo inesperable, lo novedoso, lo impensable, la unicidad y la irrepetibilidad. Forzar a esta dimensión de lo existente a encajar en las rígidas categorías de las ciencias físicas o naturales, recuerda la vieja cama de Procusto [[1]]:
El denominado síndrome de Procusto hace referencia a la tendencia que poseen algunas personas, con formas de pensar, o incluso sociedades que rechazan a aquello que se presenta como diferente a lo conocido y ya aceptado, que puede cuestionar, amenazar o superar lo sabido por ellos.
Nuestra América ha conservado obstinadamente una sabiduría popular cargada de humanismo. A pesar de las corrientes de pensamiento pesimistas, escépticas, desesperanzadas, con origen en el primer mundo y que encuentran cobijo en los medios de comunicación concentrados, se aferran a sus saberes y no las aceptan. Ellos, los poseedores de los conocimientos superiores, denominan peyorativamente nuestros saberes como, mágicos, supercherías o utópicos. ¿De qué se trata lo que ellos no pueden comprender?
El saber utópico se sostiene, como cimiento inconmovible, en la sabiduría popular, como es necesario subrayar, conforma la capa más profunda de las tradiciones de los pueblos. Se han conservado como el resultado de una larga praxis. Ésta ha verificado en el laboratorio del tiempo histórico los contenidos de sus verdades. Lo dicho más arriba intenta subrayar y denunciar la imposibilidad de avanzar hacia un horizonte que anuncie un mundo más equitativo sin resolver esta contradicción. No reconocer las dificultades que genera el no aceptar debatir sobre la contradicción que plantean esos dos modos del saber, que no son incompatibles, pero que la soberbia de los poderosos lo ignoran, nos condenan a este empantanamiento ideológico en el que estamos.
Si podemos compatibilizar y pensar dentro de una dicotomía, una bifurcación, que posibilite el desarrollo respetuoso de esos saberes, que amalgame ambas modalidades, sin negar las diferencias, entraríamos en un tiempo de convivencia de saberes. Entonces el saber de las ciencias modernas ofrecería todo su arsenal para la investigación del mundo de la naturaleza y su dimensión cósmica (para ello deberá dejar de lado su actitud imperialista respecto de otras modalidades), permitiendo el desarrollo y la profundización de los saberes sobre lo humano, hasta la osadía de aventurarse a comprender lo más humano de lo humano.
Sólo así los mitos, reinterpretados desde las necesidades de los pueblos de estas tierras, podrán convertirse en una fuente enriquecedora del pensar político, entendido este en su significación más abarcadora (Aristóteles). Podremos así avanzar en el desciframiento que guarda el mensaje de un mandato a realizar, dirigido a la conciencia política y metafísica: una humanidad de hermanos iguales y solidarios. Mitos que aparecen de diversos modos en los orígenes de los pueblos, y que en las formas que adquieren esas narraciones de la “caída” o de la “pérdida” dan cuenta de un pasado lejano idealizado que es necesario recuperar.
En este punto es imprescindible volver la mirada hacia una etapa de la evolución humana cuyo final se podría ubicar en los finales del período neolítico, para el filum de la tradición occidental (habría que investigar cómo se ha dado esto en otras tradiciones). Los pueblos cazadores-recolectores de los territorios que luego serían Asia Menor y Europa, como así también América, mantuvieron durante cientos de miles de años, formas de relaciones sociales internas sostenidas por el apoyo mutuo y la cooperación solidaria, como lo demuestran las investigaciones antropológicas más recientes [[2]]. Se impone, entonces, desterrar el mito del salvaje originario [[3]], que se encuentra en la base de las antropologías de la modernidad occidental y que fundamenta los discursos políticos modernos sobre los pactos sociales. De este modo, se podrán recuperar las más antiguas tradiciones arraigadas en la conciencia colectiva y que se expresan en los mitos originarios cargados de valores comunitarios.
En la tradición judeocristiana, plenamente inculturada en la conciencia popular de los pueblos de Latinoamérica, la invitación a “ser a imagen y semejanza” nos está hablando del hombre como figura deiforme, llamada a cumplir un papel utópico en la construcción del Reino. Pero esa invitación se vio frustrada por la “caída” del hombre al errar el camino, al apartarse de la oferta de ser como Dios. José I. González Faus (1933) [[4]] nos aclara que no otra cosa es lo que San Agustín, por un error de comprensión, denominó pecado. En el lenguaje bíblico, «tanto el hebreo como el griego, el verbo usado tiene el significado primario de fallar, en el sentido de desviarse, no llegar a una meta…».
A pesar de ello, hay un nuevo paraíso al final del camino que recupera la antropología paulina en la figura del “hombre nuevo”. Esta imagen fue recuperada por Ernesto Guevara, para su definición del ideal humano. Aquí no se debe retroceder para recuperar algún paraíso perdido, sino que se debe avanzar hacia la construcción de una sociedad humana más equitativa, comunitaria, fraternal, que será la obra de esos “hombres nuevos”, que aceptan la invitación o el compromiso de pensar y trabajar en su construcción.
Por lo que podemos ver, en la fundación del pensamiento utópico está la fe, una fe en el destino que le espera al hombre, en la medida que se disponga la conciencia en ese sentido: una humanidad fraterna. Debo decir que, después de décadas de neoliberalismo, estas palabras pueden parecer un poco trasnochadas, fuera de toda posibilidad. Sin embargo, la revelación, el redescubrimiento de estas enseñanzas, en la que los pueblos encontraron una guía para su esperanza, hablan de la posibilidad de un saber que puede acercarse, reflexionar, pensar junto a otros, en la línea de lo que podemos definir una espiritualidad americana.
Este modo del saber debe confrontar con el saber moderno, sostenido por la revelación científica, que colocó al hombre en un camino prometeico [[5]] y le ofreció, no aquella posibilidad bíblica de “ser como Dios”, sino la posibilidad mayor de “ser un Dios”. Y en este ejercicio de “ser un Dios” el hombre moderno jugó a violentar todo los límites, intentando la imposible aventura de extender la conciencia hacia lo infinito, en el espacio y el tiempo. Se experimentó a sí mismo como conciencia absoluta que iría haciéndose cargo de un saber universal, en la medida en que la ciencia le fuera desplazando, paulatinamente, las fronteras del Misterio. Podemos descubrir acá una de las vertientes de la utopía moderna, frustrada en su realización capitalista.
En la diferencia entre “ser Dios” y “ser una imagen y semejanza de Dios” debemos buscar el reinicio de la construcción de la utopía americana que se debe sustentar en una antropología nueva que encuentra sus raíces en los tiempos milenarios. Es que allí se juega la posibilidad de errar o acertar el camino de la realización histórica de este hombre nuevo, en una comunidad nueva. Debo, al mismo tiempo, señalar otra diferencia: el saber moderno está sostenido por una conciencia individual encarnada en el “cogito cartesiano”, que enfrenta a lo otro y/o a los otros como cosa subordinada a la posibilidad del conocimiento científico. El otro saber, el de la conciencia comunitaria, se aproxima humildemente a lo absoluto, y se encarna en la conciencia-nosotros de la sabiduría popular.
Lo que estoy
intentando mostrar es que el saber dominante no es el único válido, aunque es
muy útil para lo suyo. El saber de la conciencia-nosotros se ilumina en el
punto de partida fundante de la revelación de un proyecto de vida fraterna, que
remite a una conciencia arcaica portadora de verdades.
[1] Procusto, según la leyenda griega, ofrecía su posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a acostarse en una cama de hierro; mientras dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, le cortaba las partes salientes; si era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba hasta estirarlo (de aquí viene su nombre).
[2] Sugiero, para un estudio más detallado, consultar mi trabajo Del hombre comunitario al hombre competitivo, en la página www.ricardo vicentelópez.com.
[3] Este tema está desarrollado en mi trabajo: Civilizados y bárbaros publicado en la misma página citada.
[4] Profesor y teólogo español, doctorado en la universidad austríaca de Innsbruck, Director del Centro de estudios Cristianismo y Justicia de Barcelona.
[5] Academia de la Lengua: «Relativo a Prometeo, a la actitud espiritual que este personaje mitológico representa. Empleo enérgico de la fuerza física contra algún impulso o resistencia.