Ricardo Vicente López
Amigo lector, Ud., que viene siguiendo lo que publico es esta columna, debe haber notado mi insistencia en presentar dos conceptos, mentalidad y espiritualidad, como si fueran sinónimos, y esto, creo yo, me obliga a esbozar una aclaración. Recurro, como es de rigor, al diccionario de la Academia Española. Reproduzco sus definiciones y después las analizaré:
Mentalidad: “Modo de pensar o configuración mental de una persona; conjunto de opiniones y representaciones mentales propio de una colectividad”.
Espiritualidad: “Naturaleza y condición de espiritual; cualidad de las cosas espiritualizadas o reducidas a la condición de eclesiásticas; conjunto de ideas referentes a la vida espiritual”.
Creo que debemos acordar que no nos aclara gran cosas. Ello me obliga a requerir de Wikipedia una ayuda adicional. Veamos:
“El término mentalidades [lo plantea en plural] se ha usado desde principios del siglo XX para la representación de la cultura y estructuras sociales que personas de una determinada sociedad tienen sobre el mundo social. Su estudio parte de la historiografía moderna y ha sido llamado también historia de la sensibilidad y abarca todas las expresiones de vida cotidiana. En un sentido amplio, significa la condición espiritual. En este sentido, y referido a una persona, se refiere a una disposición principalmente moral, psíquica o cultural, que posee quien tiende a investigar y desarrollar las características de su espíritu. Esta decisión implica habitualmente la intención de experimentar estados especiales de bienestar, como la salvación o la liberación. Se relaciona asimismo con la práctica de la virtud. Igualmente, puede entenderse sin referencia alguna a ningún ser superior o exterior al ser humano, utilizándose el término para referirse a una ‘espiritualidad atea’, o ‘sin dios’».
Ya podemos acordar que las diferencias, entre ambas definiciones, no son muy amplias, pero son muy útiles para despegar el concepto de espiritualidad del un uso, un tando liviano y superficial y hasta chabacano. Esto puede verse en la cantidad de lecturas disponibles sobre la autoayuda o las que se enrolan en la corriente de la New age[1]. Al mismo tiempo es necesario tomar distancia de la utilización de las prédicas evangélicas televisivas, hoy sobreabundantes, por regla general y esto es un juicio personal que asumo, son de un muy bajo nivel intelectual. La tónica es apelar a la emocionalidad del televidente con impactos de gran espectacularidad, en muchos casos apelando a una milagrería muy poco creíble.
Toda esta introducción intenta despejar la posibilidad de malas interpretaciones sobre un tema muy importante para la recuperación de un humanismo de raíz judeo-cristiana. Esa raíz se mantiene en la base de la cultura occidental moderna, pese a los ataques ideológicos de la cultura globalizada.
Vuelvo a poner en su consideración las reflexiones de un gran maestro de este tema el Profesor José Luis Romero, ya citado en notas anteriores. Él se detiene en el análisis de la mentalidad o espiritualidad burguesa por la diversidad de asepciones con que aparecen, según sean los autores. Para ello nos propone un referencia histórica:
Aun cuando los sistemas políticos que nacieron con la Revolución norteamericana de 1776, con la Revolución Francesa de 1789 y con las revoluciones latinoamericanas de principios del siglo XIX, significaron un triunfo de la mentalidad burguesa, otros factores impidieron que ese triunfo se generalizara. La Revolución industrial y el sistema napoleónico alteraron el proceso de difusión, y la Europa romántica vio revivir las tradiciones pre-burguesas con inusitado brío. Tras las revoluciones de 1830 y 1848 las burguesías lograron definitivamente un papel hegemónico en las sociedades europeas y su forma de mentalidad alcanzó durante la segunda mitad del siglo XIX su mayor esplendor.
Las revoluciones sociales y políticas generan cambios algunos superficiales otros más profundos, pero su grado de penetración en la conciencia social, en sus mentalidades y en sus formas espirituales, tienden a ser resistentes y se toman sus tiempos para adecuarse a esa nuevas modalidades. Son movimientos que se producen en lo más profundo de la conciencia colectiva y no siempre marchan al paso de las exigencias políticas. Se da con frecuencia que los cambios exigidos deben lidiar con sectores retardatarios y otros apresurados que chocan con las necesidades de esos tiempos. Continúa el Profesor:
Tales fueron, precisamente, las evidencias que mostró la crisis cuando se desencadenó abiertamente después de la Primera Guerra Mundial, cuando se reconoció como una crisis intelectual. Algunos de los que la advirtieron quisieron apelar, infructuosamente, a un retomo del pasado señorial; otros, igualmente conservadores pero más realistas, quisieron apelar a un retorno a las formas puras de la mentalidad burguesa, llegando a sacralizar principios que medio siglo antes reprobaban los ultramontanos; pero los más lúcidos y los menos comprometidos comenzaron a advertir que no había retorno posible porque la crisis de las actitudes y las opiniones emergía de otra crisis más profundas que socavaba sus raíces.
Las consecuencias se acentuaron en la Segunda Posguerra, y fueron ganando espacio en la espiritualidad posterior, llegando hasta nuestros días como un escepticismo general, un hedonismo predominante, el obsesivo carpe diem [aprovecha el momento] de quienes se resistieron a aceptar compromiso debido a su efímera existencia, parecieron definir los rasgos de la sociedad global. Aunque, en gran parte, no fueran más que los rasgos de las elites que no aceptaban una misión que las trascendía. Pero, eran las que constituían la clave de la crisis. Agrega después:
Un mundo en resuelta actitud de cambio iba a reemplazar a un mundo aparentemente estable, y las formas de la mentalidad burguesa, transformada de pronto en una forma de actuar, condicionada por una educación con una precisa orientación temática o pragmática; tradicional y nostálgica. Empezaron a acusar la debilidad que les ocasionaba la falta de consenso militante. Y eran precisamente las elites escépticas y hedonistas las que se retraían como si sintieran que los fundamentos de sus convicciones estaban en bancarrota. Y mientras comenzaba la batalla por la consumación del cambio en el mundo occidental, quienes debían defender el mundo constituido vieron debilitarse sus filas por la ola, destructiva y creadora a un tiempo, del disconformismo.
Es muy aleccionadora la descripción que hace del recorrido, muchas veces inesperados, que presentan las corrientes de pensamiento que chocan entre sí en el juego de las diversidades que van adquiriendo en su marcha. Tantas veces las elites, que debieron ser las guías en la construcción de nuevos mundos, traicionaron su papel histórico respondiendo sólo a sus intereses mezquinos de clase. Se ubicaron en la vereda de las contrarrevoluciones. El profesor, consciente de los diferentes sentidos que esa palabra ha tenido, se pregunta: “¿Quién es el burgués?”. Se responde:
Ahora bien, el arquetipo del burgués creado en el siglo XIX resultó de las incitaciones que el disconformismo social proyectó sobre determinados grupos. El burgués, que indiscutiblemente había sido revolucionario en 1789 y en 1830, adquirió un preciso perfil de reaccionario después de 1848. El movimiento proletario, hasta poco antes consustanciado con el movimiento liberal, se separó y se enfrentó con él. Liberales y patriotas eran ahora típicos contrarrevolucionarios, y podían ser sumados a la caterva de los empresarios de fábricas, los financistas, los pequeños comerciantes y los burócratas. Todo el que se oponía a la revolución liberadora era burgués, y el arquetipo, tornándose más comprensivo, se hizo, en consecuencia, más impreciso.
Esto nos enfrenta, casi
brutalmente, con la profundidad del tema y con las diversas dificultades que
nos ofrece. Sin embargo, si Ud., amigo lector, si se arriesga a la aventura que
significa internarnos en ese bosque de las interpretaciones y me sigue, creo
que lograremos una aproximación, siempre transitoria, a la profundización de
nuestro conocimiento en la construcción de un humanismo que nos sirva de
horizonte esperanzador.
[1] El término Nueva era o New age —utilizado desde la segunda mitad del siglo XX— se refiere a la era astrológica de Acuario y nace de la creencia de que cuando el Sol «pasa» de un signo del zodíaco al siguiente, influye en los seres humanos.