Por Ricardo Vicente López
Hemos quedado en una nota anterior ante la preocupación del filósofo francés Renato Descartes (1596-1650)por cerrar una larga época de debates que, según él, estaban empantanados. No lograban acordar algunas ideas generales que posibilitaran una aproximación a la verdad, considerada ésta como el escalón superior de todo conocimiento. Si repasamos, a vuelo de pájaro, la historia de la pregunta por la verdad, aunque no aparezca explícitamente formulada, nos encontraremos que el problema tiene una antigüedad no menor a cuatro mil años. Propongo, amigo lector, tomar como un comienzo, arbitrario, sin un fundamento sólido, pero como un buen expediente pedagógico, las indagaciones de los sabios babilónicos. Creo que válido para pensar la historia del pensamiento occidental.
De allí en adelante se fueron proponiendo diversas respuestas. Podemos dividirlas en dos fuentes: la grecolatina y la judeo-cristiana, ambas confluyeron después para formar nuestra base cultural. La mayor parte de aquellas respuestas se presentan como poco dignas de ser aceptables, para la mirada del hombre moderno, fuertemente marcado por las enseñanzas de Galileo Galilei (1564-1642) y de Isaac Newton (1643-1727) que exigieron la fundamentación matemática como condición de verdad.
Como un ejercicio del intelecto, vamos a abordar el tema desde otro ángulo. Nos ubicamos en el siglo I de nuestra era, en el seno de la cultura medio-oriental. Allí aparece en un personaje romano, Poncio Pilato, la pregunta ¿qué es la verdad? Recurro a un reconocido especialista en estudios de la historia evangélica para darle la seriedad académica necesaria que requiere el tema: Stanley J. Grenz (1950-2005), profesor de Teología en Carey Theological College, Vancouver, nos ofrece una descripción de la escena:
“¿Qué es la verdad?», preguntó Pilato como respuesta a la afirmación de Jesús de que él había venido al mundo a “testificar la verdad”. Muchas personas podrían descartar estas palabras de Pilato como anticuadas. Sin duda, hoy recibiría una respuesta diferente, ante los avances científicos actuales. No obstante, en el momento que la comprensión científica de “la verdad” parece haber alcanzado indiscutible soberanía, la inquietante pregunta de Pilato —“¿qué es la verdad?”— ha resurgido con más fuerza.
Como quedó dicho en párrafos anteriores, desde el siglo XVIII en adelante se impuso un solo modo de acceder a la verdad. Ese modelo quedó representado en la experimentación del laboratorio, ceñido a las precisiones matemáticas. Sin embargo, desde las primeras décadas del siglo pasado, la física de Albert Einstein (1879-1955) y de Werner Heisenberg (1901-1976) revolucionó el conocimiento, introdujo grandes dudas sobre el saber clásico. Las viejas certezas fueron destronadas. Nuevamente la pregunta ¿qué es la verdad? se instala en la reflexión y adquiere estatus científico y filosófico.
Volver sobre ella me parece pertinente, porque nos permite incorporar otros modos de reflexionar sobre la pregunta. Ahora bien, el tipo de verdad que se ha presentado con esa legitimidad científica pagó un precio muy grande, inadvertido por las muchísimas personas que lo aceptaron acríticamente. Vamos a entrar en un terreno dificultoso. Ese precio es la negación de que esas certezas lo son a condición de aceptar que la realidad es nada más que el recorte exigido por la física clásica: el cosmos. Apartándose de esos territorios científicos, la certeza de las verdades enunciadas no logra el mismo grado de legitimidad.
Ese otro territorio fue donde se desarrolló el saber de las humanidades y de las ciencias sociales más recientemente. Por lo tanto, es necesario abrir el “problema de la verdad” para poder avanzar en la búsqueda que nos hemos propuesto. La recuperación del pensamiento humanista, no valorado por la dictadura de las ciencias duras, abre viejos caminos que fueron abandonados durante mucho tiempo. Dicho esto, podemos volver al siglo I de nuestra era para ubicar la pregunta en ese contexto.
Pilatos le preguntó a Jesús: ¿»Qué es la verdad»?, Jesús no respondió, porque a Pilatos no le interesaba qué era la verdad. Entonces, Jesús respondió: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». En esa afirmación la «verdad» está colocada entre el «camino» y la «vida». Camino, verdad y vida forman una sola realidad: la verdad es el camino que lleva a la vida, vida plena y vida para todos. Por ello la verdad está en el camino, el camino de quien no engaña, de quien da muestras de esa vida que conduce a la verdadera vida. La verdad aparece en el camino que, en tanto tal, se va descubriendo en su búsqueda. De ahí aparece claramente que la verdad no se reduce a doctrinas o teorías. La «verdad» quiere decir una realidad que realmente existe y da vida. No estamos en el mundo de las ideas sino en la vida real de las personas. Jesús es quien muestra esa realidad de la vida humana. La persona puede hasta no conocer el nombre de Jesús, pero si sigue el camino de Jesús, está en el camino de la verdad.
Esta es la verdad, la que otorga sentido a la vida, orienta nuestra existencia a partir de valores compartidos. Ahora bien, la vida como camino aparece como un gran debate. Por un lado están todas las autoridades de Israel, todo el poder del judaísmo del Templo, que se opone a Jesús. Por otro, está Jesús, quien no tiene ningún poder, salvo la verdad de su testimonio. Por un lado está la verdad y, por otro, la mentira.
El adversario de la verdad no es la ignorancia o el error, sino la mentira. Jesús no viene para combatir la ignorancia o disipar el error, sino para denunciar y combatir la mentira. Por eso la afirmación de la verdad es un combate, toda vez que la mentira domina en este mundo y somete a las personas. La mentira engaña a los pueblos y, por eso, no se consigue sin luchar contra ella. Contra la mentira que impide vivir una vida humana para todos. En ese razonamiento la verdad se testimonia, quien no vive como predica: miente. Hablar la verdad es hacerlo con el testimonio de vida. Por ello, la verdad de Jesús, la verdad como denuncia de la opresión y la injusticia, no podía ser verdad para el mundo de los poderosos, como no puede ser hoy para los dominadores. Eso tiene tanta validez para aquel mundo como para hoy.
Debemos, entonces, repensar la aceptación cuasi dogmática de la definición que la Modernidad, con la complicidad del sistema educativo, nos ha inculcado:
La verdad es la coincidencia entre una afirmación y los hechos, o la realidad a la que dicha afirmación se refiere o la fidelidad a una idea. El vocablo se usa en un sentido técnico en diversos campos como la ciencia, la lógica, las matemáticas y la filosofía.
En esta definición está implícito que la relación conocimiento-objeto debe ofrecer la mayor concordancia posible, cuyo modelo ideal es la condición experimental del laboratorio. Entonces el resultado adquiere estatus de verdad. La certeza de ese conocimiento de la realidad a que se refiere, exige haber medido, pesado, calculado, con la mayor exactitud posible. Adquiere, de ese modo la calificación de verdad científica, grado máximo que otorga el Tribunal de Las Ciencias.
Nos encontramos ante un mundo que colocó en el altar de las ciencias a la perfección del saber sobre la materia. ¿Qué sucedió con la sabiduría respecto de lo humana? Retrocedamos hasta el siglo IV (a, C.) al mundo de la polis griega y leamos la palabra de Aristóteles (384-322 a. C.). Al final de su obra Ética a Nicómaco, trabajo filosófico anterior a la Política, expresa que la investigación sobre la ética está en estrecha relación con la política.
Se debe tener presente el carácter abarcador que le asigna a una ciencia que trata sobre la filosofía de los asuntos humanos, en la cual el Hombre ocupa el centro de las reflexiones. El filósofo macedonio muestra su preocupación por pensar lo humano, aunque esta palabra no existiera todavía en aquella época.
La importancia que tienen hoy todas estas afirmaciones es que colocan como cimiento sólido, sostenedor del edificio de la filosofía política, la tesis que afirma la sociabilidad originaria del hombre. Todo ello impone descartar las tesis de los filósofos modernos que sostienen la prioridad y anterioridad del individuo respecto del orden social. Esta tesis aristotélica se puede enunciar con estas palabras:
El hombre es un animal social (zóon politikon), es decir, un ser que necesita de los otros de su especie para sobrevivir. Es la condición de animal político lo que coloca el gran griego como base de la política, por ello, la política es la tarea humana por excelencia. Entonces, se debe entender la política como la ocupación más importante de los ciudadanos, dado que la polis en la Grecia clásica era la comunidad-estado su organización superior.
Queda claro, amigo lector, que la ocupación humana, por excelencia, es la política entendida como la ciencia de la vida ciudadana. Esta ciencia debía tener como objeto superior definir las formas de vida que aseguraran la felicidad de los miembros de la polis. Define las principales cuestiones que deben atenderse:
El fin de la sociedad y del Estado es garantizar el bien supremo de los hombres, su vida recta e intelectual y la realización de la vida moral en sociedad, por lo que la necesidad de todo ello debe ser garantizada. De ahí que considere injusto a todo Estado que se olvide de este fin supremo que es la felicidad del conjunto de la sociedad política.
Cierro con esta conclusión: hace veinticinco siglos ya se sabía que lo fundamental a reflexionar era las formas de vida más perfectas: la verdad era el logro de esa búsqueda. Una vida sabia era una vida dedicada al servicio de la comunidad. Cinco siglos antes de Jesús la verdad fundamental ya era la verdad sobre el hombre. ¡Cuánto tenemos que recuperar y cuánto tenemos que reaprender para reconstruir una comunidad feliz!