Por Ricardo Vicente López
¡Aullando entre relámpagos,/ perdido en la tormenta/
de mi noche interminable,/ ¡Dios! busco tu nombre…/
Enrique S. Discépolo (1939)
La percepción o la intuición de que el hombre de hoy se mantiene alejado de la lectura de temas que plantean, directa o indirectamente, problemas lindantes con la espiritualidad, sin entenderse esto en clave teológica o religiosa, me empujaron a ofrecer algunas reflexiones sobre el tema. Éste aparece una y otra vez en las conversaciones cotidianas, en la prensa y hasta en las casas de estudio. Su olvido, o su malversación, ensanchan un vacío que angustia a una parte considerable de las personas que, en una proporción importante de ellas, ignora el mal que las aqueja y de los orígenes de ese malestar. La fina sensibilidad del poeta nos pinta un cuadro desesperante de quienes se atreven a enfrentarse descarnadamente con ese mundo.
El tratamiento periodístico de estos temas cae en vulgaridades, cuando no en un aprovechamiento comercial del problema. Todo ello, con cierta impunidad, me atrevo a decir. No debe ser interpretado esto como un intento de asumir una especie de Inquisición mediática, para ello basta y sobra la tristemente famosa Congregación para la doctrina de la Fe que, desde el Vaticano ha sentenciado penas terrenales, con su contrapartida en los santos cielos, a los réprobos que osan pensar de un modo diferente a su oferta espiritual.
Mi intención es mucho más modesta. Sólo pretendo introducir una voz discordante con el mensaje que ha nacido en el siglo XVIII francés, con los Iluministas, y que se ha enseñoreado sobre la cultura moderna: el ateísmo o, su versión más descafeinada el agnosticismo, y la más escrupulosa, el escepticismo. Todas ellas son componentes estructurales de la cultura moderna, aunque en su origen no aparecieran con claridad, proceso que se agudizó a partir del siglo XIX.
Puede comprenderse, como intentaré mostrar en las notas que seguirán, que el ascenso revolucionario de la burguesía europea se encontró con las iglesias fuertemente apegadas a las monarquías. Estas se presentaban como enemigos ideológicos y políticos que entorpecían el camino hacia las reivindicaciones anheladas. La lucha política contra esos defensores de la nobleza tuvo, en un primer momento, a los dignatarios de las iglesias como objetivo a combatir. Pero la intensidad del debate político derivó en una crítica a los contenidos, dogmas, creencias, que se heredaban de la religiosidad medieval en su versión eclesial, por lo que la lucha se trasladó al terreno teológico. Por una parte, se puede encontrar una de las causas en la cerrada defensa de las Escrituras Sagradas, leídas literalmente, lo cual exhibía el menosprecio de respetar la cultura de origen y los significados del lenguaje de entonces (aunque puede admitirse que, tal vez, la época no lo permitió).
No se tuvo en cuenta, hasta avanzado el siglo XX, que fueron redactadas en un lenguaje que correspondía a una etapa de la que los separaban unos veinticinco siglos y que, además, correspondía a un contexto histórico-cultural oriental. Por otra parte, dio lugar al ejercicio de una crítica demoledora con argumentos decisivos que esgrimió la cultura de esa burguesía triunfante. Esa lectura literal era respondida con una crítica a ese literalismo, inaceptable para los hombres y mujeres del siglo de las luces. Si bien, en un primer momento, esto se dio en un terreno del que quedaban excluidas las mayorías populares, que no sabían leer o lo hacían dificultosamente. Tiempo después las clases medias se fueron sumando a las consecuencias de esas críticas y ganó un consenso que todavía hoy podemos observar en plena vigencia. Las iglesias no encontraron respuestas inteligentes a este problema, más que horrorizarse o condenar. Este lastre de valores e incomprensiones, no propios del cristianismo, y la incapacidad de la iglesia para comprender la época lo lleva al teólogo González-Carvajal [[1]] a decir:
A partir del momento en que comenzó el proceso de secularización de la sociedad (entre los siglos XVI y XVII), la Iglesia – incapaz de descubrir los valores evangélicos que subyacían al mismo- se negó a despedirse de la cultura que fenecía, comenzando así una etapa de creciente aislamiento. Podríamos decir que desde el siglo XVI la Iglesia ha vivido permanentemente a la defensiva… Alguien ha dicho cáusticamente que la Iglesia lleva siempre “una revolución de retraso”: cuando tuvo lugar la Revolución Francesa la Iglesia se aferró al Antiguo Régimen, logrando que la burguesía se volviera ferozmente anticlerical; cuando comenzó a fraguarse la revolución proletaria la Iglesia empezaba a sentirse a gusto en medio de la burguesía y se alió con ella frente a los trabajadores. (Ideas y Creencias del Hombre Actual – Ed. Sal Terrae- 1993)
Llegado a este punto puedo decir que todo puede ser bastante entendible. La relectura de la historia permite una explicación de la sucesión de hechos que nos depositó en este presente. Por lo tanto, no es una justificación hacia donde estoy apuntando, sino un intento de aportar algunas ideas que nos permitan revisar todo lo acontecido, recuperar parte de los debates realizados, analizar críticamente los argumentos de uno y otro bando, para mostrar una cierta cordura, prudencia, equilibrio, discreción, moderación, que habilite a abrir un debate embebido en toda la sabiduría a la que seamos capaces de apelar.
Y la razón fundamental que me empuja en esta tarea es la de haber tomado conciencia de las nefastas consecuencias que ha padecido el hombre de hoy por toda esa demolición ideológica. El tsunami de argumentos positivistas arrasó con parte de la espiritualidad que se había heredado de siglos de judeo-cristianismo, dejando la conciencia del hombre moderno sumida en un desierto de desesperanzas. El vacío interior necesitó ser cubierto con algún sucedáneo para no verse precipitado al abismo existencial. De modo tal que fueron apareciendo baratijas religiosas, creencias esotéricas, superficiales ideas new-age, libros de autoayuda, ofertas de “hazlo con tus propias manos” aplicadas a los problemas del alma, versiones descafeinadas de espiritualismos orientales, propuestas de centrarse en la búsqueda del placer egoísta, etc.
También se presentó como una salida fácil, apelar a una versión aguachentada de riquísimas tradiciones orientales, acudir a prácticas mágicas conducidas por tele-pastores, o de religiones africanas adaptadas a los nuevos tiempos, etc. (esto vale sobre todo para esas capas medias, no así para las culturas de los pueblos originarios). El otro camino, de esta amplia gama de ofertas, fue la solución química que va desde el alcoholismo hasta las drogas más pesadas. Lo que nos está hablando de un vacío al que la linealidad de la simple racionalidad científica no supo y/o no pudo dar respuestas satisfactorias.
Entonces, nos encontramos con la suplantación de la dirección espiritual, que ofrecían el acompañamiento de los viejos sabios, de los sacerdotes con sus confesiones (no todos, excepción hecha de esos administradores burocráticos del perdón), con el consejo de padres con disposición para la escucha. Más tarde pudo encontrar en el psicoanálisis terapias personales, pero que no alcanzaron a superar los límites reales de la estructura social. Pudo ayudar a superar la patología pero no estaba en condiciones de resolver la crisis espiritual que acongoja a este hombre de la modernidad, más aún en las postrimerías decadentes de esta cultura.
En todo ello cabe atribuir también parte
de la culpa a las iglesias que abandonaron esas tareas, por la mala formación
de sus representantes, que respondieron a esas demandas recitando el catecismo
o desde un discurso teológico racionalizado: ninguno de los dos caminos
respondía a las reales necesidades de la época. Es así que los siglos XIX y XX no
tuvieron respuestas para satisfacer esa demanda de sed espiritual, desde las
dos vertientes que aportaban: la ciencia positivista y la religión vetusta. Esa
sed espiritual reclamaba otra bebida más densa y profunda. Sin embargo, los
tiempos que se aproximaban al siglo XXI ya estaban maduros para superar ambas
formas de abordar la problemática: la ciencia estaba en condiciones de superar
el esquematismo newtoniano, con el novedoso aporte de la teoría cuántica, y la
religión y la teología tenían a su alcance reflexiones más maduras de las
fuentes originarias de la sabiduría que le permitían superar el dogmatismo de
las lecturas literales.
[1] Luis González-Carvajal Santabárbara (1947), ingeniero, sacerdote y teólogo español. Es considerado uno de los autores cristianos más leídos actualmente en lengua castellana.