Por Ricardo Vicente López
“Corremos descuidados hacia el precipicio, después que hemos
puesto delante de nosotros alguna cosa para impedirnos verlo”.
Blaise Pascal (1623-1662) –filósofo y matemático francés
Los puritanos que llegaron en el siglo XVII a tierras de América del Norte eran parte de una secta disidente de la Iglesia anglicana, que adoptaba formas radicales, hoy podríamos decir fundamentalistas, de la moral que habían heredado del calvinismo. Más adelante se lo conoció como puritanismo. El dogma central de esta iglesia era la autoridad suprema de Dios, cuya intervención sobre los asuntos de la Tierra era permanente e inapelable. Esa autoridad se expresaba en dos dogmas: el de la Predestinación y el de la Doctrina de los Elegidos, predicados por el teólogo francés Jean Calvino (1509-1564): sostenía que:
«Desde el principio de la Creación Dios había predeterminado el destino de todos los humanos disponiendo, antes de nacer, quiénes se salvarían y quiénes serían condenados; los primeros eran los elegidos».
Se puede comprender que una concepción tan rígida, de un Dios tan despótico, que exigía una fe sin la menor duda, educaba personas que debían asumir esos rasgos del carácter. Esa concepción y práctica del cristianismo fue denominada más tarde fundamentalista.
Fundamentalismo es el nombre que recibe la corriente religiosa o ideológica que promueve la interpretación literal de sus textos sagrados o fundacionales (por encima de una interpretación contextual). Considera un determinado libro, como autoridad máxima, ante la cual ninguna otra autoridad puede invocarse y la cual incluso debería imponerse sobre las leyes de las sociedades democráticas. Se denominó así al movimiento cristiano que surgió en Estados Unidos a inicios de la Primera Guerra Mundial. En los noventa se lo aplicó, con mucha arbitrariedad al islamismo.
Los conocidos como los Padres Peregrinos, se embarcaron en 1620 en el buque Mayflower (Flor de mayo) que transportó a 102 pasajeros, desde Inglaterra hasta tierras que serían luego los Estados Unidos de América. Sostenidos por una sólida fe ciega e inconmovible vivieron sosteniendo una gran rigidez moral. Esa convicción, fundada en el convencimiento de que ellos estaban elegidos por Dios y fueron enviados a América para construir una Nueva Jerusalén. Esa nueva ciudad celeste sería el centro de la purificación de la tierra y la construcción de un mundo santo. Debe entenderse esto en toda su gravedad, puesto que se puede encontrar, ya entonces, algunas explicaciones que permiten tener más claridad respecto del papel de ese pueblo respecto del resto del mundo: ¡Están elegidos por Dios!
Sobre la base de esa creencia los colonos se fueron convenciendo de que su destino era expandirse hacia el Oeste, de ese territorio, hasta alcanzar el Pacífico. Hollywood narró esa epopeya en muchísimas películas bajo el concepto de la Conquista del Oeste en las que se justificaban las matanzas los indígenas malos por los blancos buenos. Se fue construyendo paralelamente una ideología justificadora con graves consecuencias históricas.
Entrado el siglo XIX se formuló la Doctrina del Destino manifiesto, que expresaba los fundamentos ideológicos de la misión que Dios se habían asignado a los Estados Unidos de América. La expansión desde las costas del Atlántico hasta las del Pacífico. Esta doctrina justificaba la conquista territorial definiendo la expansión: no sólo por buena sino también que estaba destinada (por una fuerza desconocida que obra sobre los hombres y los sucesos), y era manifiesta (descubierta, clara y patente). La sintetizó James Monroe (1758-1831), quinto presidente de los Estados Unidos y se la conoció como Doctrina Monroe: «América para los americanos».
El tema de esta nota tiene como base el estudio del filósofo, economista, historiador, politólogo y sociólogo alemán, Max Weber (1864-1920), que publicó su investigación bajo el título La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905). Este libro es un estudio de la significación del modo de vida protestante para la cultura y en especial de cómo influyó en la constitución del espíritu capitalista. Esto facilita la comprensión de un tema nada sencillo.
El historiador estadounidense Frederick Merk (1887-1977), profesor de la Universidad de Harvard, confirmó en sus investigaciones que el concepto Destino manifiesto había nacido de la tradición puritana:
Un sentido de la misión de redimir al Viejo Mundo con un alto ejemplo que desarrolla las potencialidades de una nueva tierra para la construcción de un nuevo cielo.
El origen del concepto Destino Manifiesto, que señala el profesor, se encuentra sustentado en la tesis de un ministro puritano de nombre John Cotton (1585-1652), quien escribió en 1630:
Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a entablar, legalmente, una guerra con ellos así como a someterlos.
Basado en las palabras del Reverendo Cotton el periodista estadounidense John L. O’Sullivan (1813-1895) intervino en el debate sobre la apropiación territorial afirmando que es necesaria en cumplimiento del Destino manifiesto. Fue publicado en la revista Democratic Review de Nueva York, en julio de 1845, en el cual sostenía:
Todo el continente nos ha sido asignado por la Divina Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino. No es una opción para los norteamericanos, sino un destino al que éstos no pueden renunciar porque estarían rechazando la voluntad de Dios. Los norteamericanos tienen una misión que cumplir: extender la libertad y la democracia, y ayudar a las razas inferiores… La nación americana ha recibido de la Providencia divina el destino manifiesto de apoderarse de todo el continente americano a fin de iniciar y desarrollar la libertad y la democracia. Luego, debe llevar la luz del progreso al resto del mundo y garantizar su liderazgo, dado que es la única nación libre en la Tierra.
En cumplimiento de ese designio invaden Florida en 1818 y compran ese territorio a España. Extienden la expansión por todo el Oeste, desde el Río Bravo hasta Canadá. Ocupan Hawái, intentan invadir Cuba en 1841 y aplican, desde 1823, la ya mencionada Doctrina Monroe, por medio de la cual «ningún territorio del continente americano podía ser ocupado por potencias europeas», aunque en la práctica no se aplicaba a las colonias francesas, inglesas, holandesas o danesas existentes.
A partir de esa convicción de ser los mejores y, por ello, los elegidos para salvar a la humanidad los Estados Unidos avanzaron en las conquistas territoriales: anexan los territorios de Texas (1845), e invaden México (1846), en lo que sería la guerra México-Estados Unidos, cuyo resultado es la anexión de California (1848). Siguen luego con la incorporación de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y partes de Wyoming, Kansas y Oklahoma. En total dos millones cien mil kilómetros cuadrados – el 55 % del territorio mexicano de entonces– lo que se dio en llamar «la Cesión Mexicana». A cambio, los Estados Unidos se comprometieron a pagar 15 millones de dólares.
El concepto, Destino manifiesto, reapareció en la década de 1890, principalmente fue usado por los Republicanos, como una justificación teórica para la expansión estadounidense fuera de América del Norte. También fue utilizado por los encargados de la política exterior de EEUU en los inicios del siglo XX. Algunos comentaristas consideran que determinados aspectos de la Doctrina del Destino manifiesto, particularmente la creencia en una «misión» estadounidense para promover y defender la democracia a lo largo del mundo, continúa teniendo una fuerte influencia en la ideología política estadounidense.
Uno de los ejemplos más claros de la influencia de este concepto se puede apreciar en la declaración del presidente Theodore Roosevelt (1858-1919) en su mensaje anual de 1904:
Si una nación demuestra que sabe actuar con una eficacia razonable y con el sentido de las conveniencias en materia social y política, si mantiene el orden y respeta sus obligaciones, no tiene por qué temer una intervención de los Estados Unidos. La injusticia crónica o la importancia que resultan de un relajamiento general de las reglas de una sociedad civilizada pueden exigir que, en consecuencia, en América o fuera de ella, la intervención de una nación civilizada y la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe (basada en la frase «América para los americanos») puede obligar a los Estados Unidos, aunque en contra de sus deseos, en casos flagrantes de injusticia o de impotencia, a ejercer un poder de policía internacional.
El presidente Woodrow Wilson (1913-1921) continuó la política de intervencionismo de EEUU en América, e intentó redefinir el Destino Manifiesto con una perspectiva mundial. Wilson llevó los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial con el argumento de que «El mundo debe hacerse seguro para la democracia». En 1920 en su mensaje al Congreso, después de la guerra, Wilson declaró:
Yo pienso que todos nosotros comprendemos que ha llegado el día en que la Democracia está sufriendo su última prueba. El Viejo Mundo simplemente está sufriendo ahora un rechazo obsceno del principio de democracia (…). Éste es un tiempo en el que la Democracia debe demostrar su pureza y su poder espiritual para prevalecer. Es ciertamente, por el destino manifiesto de los Estados Unidos, que estamos obligados a realizar el esfuerzo por hacer que este espíritu prevalezca.
La versión de Wilson del Destino Manifiesto era una propuesta de poner fin al expansionismo, un apoyo al principio de libre determinación, sin abandonar la idea de que Estados Unidos tenía como misión ser un líder mundial para la causa de la democracia. Esta visión estadounidense de sí mismo como el líder del mundo libre crecería más fuerte en el siglo XX después de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, Hiroshima y Nagasaki, la guerra de Vietnam, puso en dudas la idea de ser los estadounidenses un pueblo diferente a los demás y perseguir unos ideales más elevados que la mera codicia o expansión demográfica, se vio seriamente dañada por el hecho de apoyar a gobiernos dictatoriales, con generales que llegan a proclamar en público su admiración por Hitler, realizar bombardeos masivos o cometer matanzas contra la población civil indefensa.
Aceptación y rechazo de la tesis del Destino Manifiesto
El Destino Manifiesto no fue una tesis abrazada por toda la sociedad estadounidense. Las diferencias dentro del propio país acerca del objetivo y consecuencias de la política de expansión determinaron su aceptación o resistencia.
Los estados del noreste, territorio de los Padres fundadores, creían mayoritariamente que Estados Unidos debía llevar su concepto de “civilización” por todo el continente mediante la expansión territorial. Además, para sus intereses comerciales, la expansión ofrecía grandes y lucrativos accesos a los mercados extranjeros y permitía así competir en mejores condiciones con los británicos. El poseer puertos en el Pacífico le facilitaría el comercio con Asia.
También había grupos políticos que veían peligrosa la extensión territorial desmesurada; creían, no sin razones, que su sistema político y la formación de una nación serían difícilmente aplicables en un territorio tan extenso. Esta posición generó un debate entre líderes demócratas y republicanos expansionistas, que discutían sobre cuánto territorio debía ir adquiriéndose.
Otro punto de discusión fue el empleo de la fuerza. Algunos líderes políticos, cuyo máximo exponente fue James K. Polk (1795-1849), no dudaban en el intento de anexionar el mayor territorio posible, aún a riesgo de desencadenar guerras (como de hecho pasó) con otras naciones. Otros se opusieron (aunque tímidamente) al uso de la fuerza, basándose en que los beneficios de su sistema bastarían por si solos para que los territorios se les unieran voluntariamente.
La Doctrina del Destino Manifiesto pasó a un segundo plano después de la Segunda Guerra Mundial, pero adquirió un aspecto más militarista como la expresión más dura del Pentágono en su proyecto de dominación global.